viernes, 20 de marzo de 2015

EL MODELO EL IMAGINARIO SOCIAL IV

7 - ¡Un Imaginario!
L
uis Eduardo González establecía en El Día, en reporta­je que se le hizo en 1989, que gran cantidad de ciudadanos son hoy "activamente batllistas, independientes de su pelo político ... buena parte de las transformaciones que reali­zó el Partido Colorado y en particular el batllismo a principios de este siglo, al comienzo fueron banderas del Partido Colorado y del batllismo, pero lo que tenía color partidario, con los años se convirtió en patrimonio nacio­nal ... todos en este país somos batllistas. Somos batllis­tas por el mismo hecho de ser uruguayos y de haber sido socializados en una tradición en la cual era muy importan­te".[1]

El Universo Batllista en el Uruguay moderno, por ejem­plo, no es el que se identifica con uno de los partidos tradicionales uruguayos, sino el que sirve de plataforma o roca ideológica y mítica a todo el país. Esta dimensión de la experiencia cotidiana tiene que ver con lo que es posi­ble decir y pensar sin afirmar que se está dentro de una restricción. Lo imaginario en conjunción con lo verosímil estipula los límites de aquello que se nos ocurre "natural­mente", en cada momento de la vida. Las llamadas revolucio­nes sociales, sean éstas violentas, como la francesa de 1789, o tranquilas, como la de comienzos de este siglo en Uruguay, implican una modificación o redefinición de lo que es posible en el universo social. El imaginario  es el dominio de lo deseable virtual, que para volverse efectivo debe ser sancionado por el verosímil, es decir, la versión oficial de la verdad. El imaginario es el territorio donde se da esta sigilosa pero esencial negociación en cada momento de la vida social. Los mitos son los mojones que marcan las áreas vitales del imaginario, entendiéndose como formas privilegiadas de leer los acontecimientos reales para darles sentido, pero sobre todo para decir qué es lo natural, la norma que rige nuestra vida, en cada ocasión vital.

La idea de mito social o político como "fuerza operan­te", es un conjunto de creencias, brotadas del fondo emo­cional del hombre, expresadas en un juego de imágenes y de símbolos más que en un sistema de conceptos, y que se revelan efectivamente capaces de integrar y de movilizar a los hombres para la acción política.

Los Mitos son siempre fuerzas convocantes a la acción; ellos son ideas en pie de guerra; conducen a la Revolución, pero la revolución puede ser progresiva o restauradora, como los mitos que la impulsan.

Se dice que una revolución es progresiva cuando tras la destrucción del orden impone, o intenta construir un orden nuevo, algo diferente, sin antecedentes en el pasado. Es restauradora cuando su objetivo es revalidar y dar nueva vigencia a un orden tradicional y desquiciado por un pro­greso sentido como falso, exógeno en su promoción demasiado acelerado para la propia capacidad de adaptación evolutiva.

Cuando una sociedad fuertemente tradicional es forzada a emprender un proceso de modernización o un ritmo mayor que el permitido por sus posibilidades evolutivas, ese proceso modernizador no es percibido como progresista ni libertador, sino como enajenante y destructor; y el sentido profundo del pueblo, fuente permanente de los mitos convo­cantes, añora el pasado y suscita la presencia de líderes que encarnan los valores de ese pasado. La tensión en el conjunto de la sociedad puede producir una revolución res­tauradora.

El Mito sigue al Caudillo como la sombra al cuerpo. Todo caudillo de raza lleva en vida y deja tras de sí cuando muere una estela mítica. Son mitos de exorcismos los miedos sociales que convocan los anhelos ocultos y su nombre despierta esperanzas, violencias, temores, etc. Mientras más se ataca al Mito con armas racionales, más parece agrandarse la figura del Caudillo, que aparece como una expresión personificada de los anhelos sociales y también una respuesta a sus demandas.

El Mito cumple una función de integración social, haciendo de catarsis colectiva cuando el sistema político está obstruido, o cuando hay una apatía política o cuando existe un callejón social sin salida, hallando así los grupos en el Mito su válvula de escape.

La verdadera magnitud de este problema es la dimensión colectiva; es a escala de las masas, únicas en poder reali­zar una sociedad nueva, que se debe examinar desde el nacimiento de nuevas motivaciones y nuevas actividades capaces de llevar a su desenlace el proyecto revoluciona­rio. Pero este examen resultará más fácil si intentamos explicitar primero cuál puede ser el deseo y las motivacio­nes de un revolucionario.

El proyecto revolucionario tiene sus raíces y sus puntos de apoyo en la realidad histórica efectiva, en la crisis de la sociedad establecida y la contestación de ésta por la mayoría de los hombres que viven en ella.[2]

Podemos establecer entonces que ninguna revolución puede realizarse sin producir un imaginario que encontraría en el pasado los elementos de su coherencia.

Por último, la ideología política retoma la función tradicional de los mitos y de las religiones, la de asegu­rar el consenso social construyendo un modelo de lo social,  proponiendo un paradigma que defina las posiciones sociales al tiempo que las justifica. Resulta importante subrayar que la ideología, al igual que los mitos, cristaliza una imagen de las distribuciones sociales, de las igualdades y desigualdades proporcionando un auténtico saber del sistema social.[3]

Los grandes períodos de transformación son aquellos en los cuales crece la creatividad: la utopía tiende a reali­zarse y el imaginario social presenta nuevas configuracio­nes.

No debemos caer en el error creyendo que fue solo la figura de José Batlle y Ordóñez la creadora de la moderni­dad uruguaya, pero sí podemos afirmar que hablar del imagi­nario social y del cúmulo de hechos que lo conformaron está asociado al Estado Batllista.

A partir de ello, se sustituye la religión católica por la fe en el Estado y sus dones inagotables de ocuparse  de todo, lo que habilitará a la conformación de tres mitos: La Suiza de América; Montevideo, la Atenas del Plata y Uruguay Feliz.[4]





[1] ¿Sistema de partidos en transición? El Día. Di­ciembre, 17 de 1989.
[2] Colombo, Eduardo- El imaginario social. Altamira. Montevideo. 1993. págs. 35-103.
[3] Ídem. pág. 103.
[4] Perelli, Carina - Rial, Juan- De Mitos y memorias políticas. La represión, el miedo y después. Montevideo. 1986. págs. 22-24.

martes, 17 de marzo de 2015

EL MODELO ESTADO DE BIENESTAR (III)

6 - ¿El Estado Batllista es un Estado de Bienestar?
E
l proceso secular de extensión del derecho de partici­pación política, junto con el similar incremento del carác­ter mediatizado e indirecto de las formas de ejercicio del citado derecho, ha sido uno de los dos desarrollos estruc­turales acumulados por el proceso histórico de la democra­cia que tuvo lugar en una dimensión sustantiva, no social: después de que fuese cada vez más numerosas las "categorías del pueblo" admitidas en la ciudadanía activa a través del primero de los procesos citados, el segundo de ellos con­sistió en someter a la voluntad política general aspectos cada vez mayores de la sociedad civil, particularmente los referentes a cuestiones de carácter productivo y distribu­tivo.

Uno de los supuestos subyacentes a la ampliación de la democracia a las esferas económica, distributiva y educati­va, sostenía que el derecho a participar en asuntos no sólo propiamente políticos, sino también económicos a través de los programas sociales y económicos del Estado, ayudaría a mejorar los rendimientos del proceso político promocionando las cualidades racionales, el sentimiento de seguridad material, la libertad frente a miedos y ansiedades y la confianza de los ciudadanos en sí mismos. Se pensó que esta segunda ampliación de la democracia seguiría una lógica estrictamente análoga al proceso anteriormente discutido, es decir, la lógica de ampliar "más democracia" con el propósito de crear "mejores ciudadanos". Desgraciadamente, sin embargo, no existe ninguna evidencia concluyente de que una mayor participación "per se", active un nuevo renaci­miento del desarrollo humano, ni de que ellos conduzcan a resultados políticos consistentes y deseables.

De hecho, en el curso del desarrollo del estado de bienestar las políticas distributivas dejaron cada vez más de ser medios para un fin -la cualificación de todos los ciudadanos para la ciudadanía responsable- para terminar convirtiéndose en un objeto apreciado por sí mismo. El estado de bienestar y sus políticas de seguridad y redis­tribución social pueden llegar incluso a entrar en conflic­to con el ideal democrático de la razón si el esquema de la redistribución de ingreso se desconecta del principio uni­versalista de promoción del bien común y se deja guiar en su lugar por estrategias de grupos que pretenden apropiarse de porciones del producto nacional bruto a expensas de los demás. Aún más, las instituciones del estado de bienestar han sido con razón criticadas por su tendencia a fomentar actitudes de dependencia y de clientelismo entre los ciuda­danos.



La hipótesis, sumamente optimista, de que una mayor participación de los ciudadanos comporta una mayor calidad moral y cognitiva en sus capacidades decisorias podría ser criticada desde el argumento opuesto: el de que la partici­pación -y las oportunidades de apropiación colectiva de los valores materiales que ésta implica- puede corromper de hecho a los ciudadanos en la medida en que apela a su egoísmo. De este supuesto fuertemente pesimista se seguiría una conclusión opuesta: sólo la evidencia de que los ciuda­danos son responsables comportaría y justificaría un aumen­to de su participación.

Tanto en el caso de una distribución más igualitaria del derecho legal a la participación política como en el de una distribución más igualitaria de los derechos y recursos económicos, la pregunta que debe hacerse es si, una mayor igualdad entre los individuos provocará el  desarrollo de sus capacidades morales y racionales y -en caso afirmativo- en virtud de qué mecanismos causales. También debe pregun­tarse si con ello, a la larga, se logrará una mejora de los resultados en la toma colectiva de decisiones. El hecho de plantearse esta pregunta no niega, por supuesto, la justi­ficabilidad de las políticas sociales y económicas de tipo igualitario desde fundamentos tales como la abolición de la miseria y la pobreza, distintos a los de la teoría democrá­tica en sentido estricto. Pero, desde el punto de vista de la teoría democrática, la cuestión de por qué -y bajo qué condiciones- la igualdad de los individuos puede concebirse como premisa necesaria de la racionalidad colectiva, merece una cuidadosa y seria consideración. ¿Cómo podemos ser a la vez iguales y excelentes?

En la segunda década del siglo XX, se toma una serie de medidas por parte del gobierno creando un estado asisten­cial, providente y anticipador de demandas.

En un país ganadero como era el Uruguay de aquellos años, había que crear las bases para una economía urbana.

El proceso de construcción nacional alentado por la élite dirigente desde fines de 1870, llegó a su fin con la formación de un Estado capaz de controlar efectivamente todo su territorio, y contando con el monopolio legítimo de la coerción física dentro de los límites nacionales.

Es a partir del año 1911 que el Estado va aumentando su capacidad de ampliación de las funciones burocráticas, ensancha su estructura de servicios y producción al mismo tiempo que se sientan las bases para la consolidación de un régimen político democrático, y adopta pautas de represen­tación ciudadana progresivamente universales.

Analizando en el campo teórico, algunos autores han desestimado el uso de la denominación de "Estado de Bienes­tar" para el estado social uruguayo. No solo se ha argumen­tado esto por la cobertura urbana del mismo, sino también por el tipo, variedad y alcance de los dispositivos del Estado. Rial denomina al modelo uruguayo "estado asisten­cial", especialmente al referirse al período que va desde su gestación hasta los años cuarenta.

El incipiente estado social a que se hace referencia se basa en cuatro pilares:

-la creación de la Asistencia Pública en 1910.

-la instrucción pública laica dictada por Latorre en el siglo pasado. Permitió la creación de una enseñanza secun­daria laica y se reformuló la enseñanza universitaria, la Universidad de Mujeres, entre otras; la expansión de la obligatoriedad de la enseñanza a la educación media durante el segundo gobierno de Batlle, marcan el proceso de reforma en la materia.



-las leyes y reformas del "Ejército" concernientes al funcionamiento del mercado laboral.

-la creación de la Caja Civil para atender el retiro de los funcionarios públicos.

José Batlle y Ordóñez al llegar al poder tiene una sola intención, lograr establecer un "modelo de país" para afirmar la independencia política y conseguir la indepen­dencia económica, que en 73 años no alcanzó a tenerla. La idea está en su proceso de elaboración, que con el tiempo se va a ir puliendo y aplicando.

En su segunda estadía en Europa, Batlle va perfilando un proyecto de país, basado en un amplio plan de reformas en todos los órdenes, con el fin de llevar el bienestar a todos los sectores sociales.  

Para ello recurrió a:
- nacionalización
- estatización
- industrialización
- tecnificación y transformación de los estatus estratos de los sector agropecuario
- mejoramiento de las condiciones de vida de la población
- educación

Como podemos ver hay una mediación directa entre el Estado y la sociedad, la cual tiene lugar en el sistema de la organización y decisión política, que lo distingue del Estado liberal burgués cuyo factor constitutivo era la separación entre ambas esferas.

En íntima relación con ello y en su variante de Estado benefactor, el concepto de Estado social también señala la existencia de un sistema de seguridad con garantía y coad­ministración estatal, que tiende hacia la disminución de los riesgos sociales de las masas de obreros asalariados y hacia la garantía de un mínimo del nivel de vida.

Este concepto no sólo contiene la exigencia de organi­zar al Estado, sino también, sobre la base de una interpretación democrática del Estado de derecho que tras­cienda la limitación liberal, organizar democráticamente la sociedad, esto es, el proceso de reproducción económica de la sociedad para concretar con ello una auténtica igualdad de oportunidades en la codeterminación de todas las cues­tiones fundamentales de la sociedad.
 
Grupo de obreras uruguayas

La intención del movimiento obrero de responder a la "cuestión social" mediante la realización de un orden social y económico de constitución democrática, con la ayuda de un poder público democratizado, produjo violentas reacciones políticas e ideológicas por parte de las clases dominantes y del poder público que las representaba. Esta situación no corresponde a nuestro país, debido que el estado buscó los caminos para superar la "cuestión obrera".

El Uruguay ha sido considerado por mucho tiempo una de las pocas democracias reales de la región, naciendo esta en 1918 y teniendo dos interrupciones en 1933 y 1973.

Paralelamente a la democracia se desarrolla un temprano estado de bienestar como consecuencia de la acción del Partido Colorado, más precisamente por la élite batllista, siendo ambos procesos posibles por un crecimiento económico orientado hacia afuera.



Este proceso no significó la ruptura con la República del siglo pasado, sus elementos más fuertes fueron la tradición presidencialista y los partidos tradicionales.

Recordemos la preocupación de Batlle y de Arena por solucionar la "cuestión obrera" mediante la realización de un orden social y económico democrático, que causó violen­tas reacciones de los sectores conservadores. Pero el Estado seguía su camino, seguro en su intervención en la sociedad, involucrándose en los conflictos sociales de la misma, actuando como árbitro. De esta forma la separación de Estado y sociedad, del siglo pasado, fue perdiendo terreno para llegar a un grado de estatización.

Cuando hablamos de Estado social[1] incluimos no sólo los aspectos del bienestar, aunque éste es uno de sus componentes capitales. Es decir, el Welfare State se refie­re a un aspecto de la acción del Estado, no exclusivamente de nuestro tiempo, puesto que el Estado de la época del absolutismo tardío fue también calificado como Estado de bienestar, mientras que el Estado social se refiere a los aspectos totales de una configuración estatal.

La idea de Estado social se remonta a 1850 con Lorenz von Stein, quien establecía que había llegado el fin de las revoluciones políticas para dar comienzo a las revoluciones y reformas sociales. Las formas políticas del futuro serán o bien la democracia social, caracterizada desde el punto de vista administrativo, por su orientación hacia la neu­tralización de las desigualdades sociales, o bien la monar­quía social.

La formación de la idea del Estado social, o más con­cretamente de la idea del Estado social de Derecho, se le debe a Hermann Helles, quien a su militancia socialdemo­crática unía la de ser uno de los más destacados tratadis­tas de teoría política y del Estado entre los veinte  y treinta. 

Por su parte García Pelayo establece que, el Estado social significa históricamente el intento de adaptación del Estado tradicional -por el que entendemos en este caso el Estado liberal burgués- a las cuestiones sociales de la civilización industrial y postindustrial con sus nuevos y complejos problemas, pero también con sus grandes posibili­dades técnicas, económicas y organizativas para enfrentar­les.

En el último tercio del siglo XIX se desarrolla en los países más adelantados una "política social" cuyo objetivo inmediato era remediar las pésimas condiciones vitales de los estratos más desamparados y menesterosos de la pobla­ción. Se trataba así, de una política sectorial, no tanto destinada a transformar la estructura social, cuanto a remediar algunos de sus peores efectos y que no precedía, sino que seguía a los acontecimientos.



Lo propio sucede en el campo económico. Si bien el Estado decimonónico debía obedecer al famoso principio del laissez faire, lo cierto es que en todos los países se establecieron medidas arancelarias destinadas a defender ramos económicos específicos de la competencia exterior, al menos se dice hasta que tuvieron en disposición de enfren­tarla por sí solas; tampoco dejó de manifestar su presencia el subsidio estatal a esta o aquella actividad que convenía desarrollar por razones de interés nacional, ni de promo­verse la educación tecnológica creando las correspondientes escuelas técnicas y, en general, de desplegarse una políti­ca de fomento, destinada a actualizar directa o indirecta­mente el potencial económico del país. Ahora, en cambio, se tiende a una política estatal de dirección permanente y propaganda del conjunto, aunque no se dé los detalles del sistema económico global, y sin perjuicio del poder de decisión de las empresas privadas, dirección que no se limita a actuar bajo la coerción de una estructura del sistema económico tal como el conductor  maneja un automó­vil cuyo mecanismo puede orientar en una dirección pero no modificarlo, sino que aquí el Estado puede promover el cambio de ciertos límites, de la estructura misma del sistema económico frente al cual ha de operar.  
 
Podemos establecer que el Estado, antes de Batlle, era visto como una organización racional orientada hacia cier­tos objetivos y valores, y dotada de una estructura verti­cal o jerárquica. Sus objetivos y valores eran la garantía de la libertad, de la convivencia pacífica, de la seguri­dad, de la propiedad y la ejecución de los servicios públi­cos.

La sociedad, en cambio, era considerada como una orde­nación, es decir, como un orden espontáneo dotado de racio­nalidad, una racionalidad expresada en leyes económicas. 

El Estado social, por el contrario, parte de la expe­riencia de que la sociedad dejada total o parcialmente a sus mecanismos autorreguladores, conducen a la pura irra­cionalidad, y que sólo la acción del Estado hecho posible por el desarrollo de las técnicas administrativas, económi­cas, de programación de decisiones, etc., puede neutralizar los efectos disfuncionales de un desarrollo económico y social no controlado. Por consiguiente, el Estado no puede limitarse a asegurar las condiciones ambientales de un supuesto orden social inmanente, ha de ser el regulador decisivo del sistema social y ha de disponerse a la tarea de estructurar la sociedad a través de medidas directas o indirectas.

En resumen, Estado y sociedad ya no son sistemas autó­nomos, autorregulados, unidos por un número limitado de relaciones y que reciben y envían insumos y productos definidos. Son dos sistemas fuertemente interrelacionados entre sí a través de relaciones complejas; con factores reguladores que están fuera de los respectivos sistemas y con un conjunto de subsistemas interseccionados; dando muestra del cumplimiento de funciones estatales a través de empresas de constitución jurídica privada; la realización de importantes funciones públicas por vía de contrato; la presencia de representantes del sector privado en las comisiones estatales y en las tomas de decisiones, etc.



Si el Estado social significa un proceso de estructura­ción de la sociedad por el Estado, hay que preguntarse sobre los valores y fines que lo orientan. Además de los valores básicos del Estado democrático-liberal, pretende hacer esa estructuración desde el supuesto de que el indi­viduo y sociedad no son categorías aisladas y contradicto­rias, sino dos términos en implicación recíproca de tal modo que no puede realizarse el uno sin el otro.

La realización de una serie de prestaciones sociales preferiblemente debe estar no sólo proclamada, sino también garantizada por los textos constitucionales. Entre tales prestaciones cabe contar:

-la fijación de un salario vital mínimo con independen­cia de la clases de ocupación y destinada a ser revisado de acuerdo con la coyuntura económica nacional;

-la preocupación de un puesto de trabajo para todo ciudadano útil, para lo cual ha de desarrollar una política de pleno empleo;

-la atención de los que estén incapacitados para el trabajo temporario o permanente: obreros de industrias decaídas, paro coyuntural, ancianos, niños, deficientes mentales, etc., función tanto más importante en estos tiempos de crisis de las estructuras tradicionales de la familia y de las formas comunitarias que antes cuidaban de los agentes desvalidos;

-el acrecentamiento de las posibilidades vitales de la población y especialmente de las masas de empleadas y obreros, acrecentamientos que se actualiza;

-mediante una justa distribución de ingreso a todos los niveles de acuerdo con la coyuntura económica;

-mediante el creciente acceso a los bienes culturales, lo que, por otra parte, es un requisito para la reproduc­ción de un sistema sustentado sobre la innovación o al menos sobre la posesión de los conocimientos, tecnológicos;

-mediante la expresión y el perfeccionamiento de los servicios sociales a través, principalmente, de sistema de seguros. 
 
Se ha establecido que entre 1903-1933 se desarrolló, en nuestro país, el Estado empresario, siendo su objetivo estatizador el siguiente:

-lograr un funcionamiento correcto de los servicios públicos, no regidos por una acción estatal en beneficio de la sociedad;

-sustituir ciertos monopolios privados de hecho por una acción estatal en beneficio de la sociedad;

-asumir la explotación de ciertas actividades económi­cas que el capital privado, por lo natural aleatorio de sus resultados, se negaba a realizar;

-sustituir la ausencia de un empresario pujante;

-asegurar la autonomía económica del país;

-absorber, en épocas de crisis, la mano de obra desocu­pada, oficiando como árbitro del conflicto social;

-generar recursos fiscales.

Recordemos que el militarismo, sobre todo su expresión más cabal y definida, el latorrismo, fue el aparato de poder a través del cual pudo canalizar una cierta orienta­ción que zafara a la comarca de su aislamiento.



El latorrismo debilitó pero no liquidó en forma total las fuerzas que atacó; sus resabios, sus restos, sus últimas expresiones anémicas y descoloridas fueron el saldo al cual José Batlle y Ordóñez debió apuntar para darles el tiro de gracia.

El batllismo apostó a que el Estado jugaba un rol protagónico en el campo económico, abandonando su habitual papel moderador y operar como agente de progreso.

Sostuvo que era necesario que los Poderes Públicos cumplieran no sólo ese rol arbitral en el conflicto social, sino que abandonaran una indiferencia que, a su entender, había provocado la agudización de la conflictividad social. El Estado debía intervenir en las relaciones privadas que se generalizaba en la sociedad, con el fin de garantizar el bienestar de todo el cuerpo social. Esto provocó el surgi­miento de una normativa novedosa -la legislación social y laboral- que superaba el vacío existente en el país en dicha materia.

García Pelayo comentó que una de las características del Estado de nuestro tiempo -más o menos presente  según los países- es su conversión en empresario, sea mediante la estatización de las empresas, sea participando con el capital privado en empresas mixtas, sea poseyéndolas exclusivamente, pero bajo forma jurídica. Las motivaciones para la asunción de la función empresarial por parte del Estado han podido ser de índole muy distinta.

Podemos considerar al Estado social como la forma histórica superior de la función distribuidora que siempre ha sido una de las características esenciales del Estado, pues ahora no se trata sólo de distribuir potestades o derechos formales, o premios y castigos, ni tampoco de crear el marco general de la distribución de los medios de producción, sino que se trata también de un Estado de prestaciones que asume la responsabilidad de la distribu­ción y redistribución de bienes  y servicios económicos.

El Estado debía de transformarse en el agente privile­giado, motor del desarrollo nacional.

En el caso del batllismo, debía promover la industria­lización y el desarrollo sostenido de la agricultura, así como una política social asistencialista.

La "cuestión social" emergió entonces, como tema de especulación ideológica y de confrontación político-social, exigiendo de la sociedad toda -y en especial de sus secto­res hegemónicos- una respuesta acorde  con la gravedad de la problemática que ponía de manifiesto. De ahí en más, la sociedad uruguaya debería reconocer en su seno una nueva modalidad de conflicto, la que tendría su epicentro en el "mundo del trabajo".

Viendo esta realidad patrones y obreros se organizaron y ensayaron formas de acción gremial reuniendo fuerzas y disciplinado sus conductas para mejor defender sus respec­tivos intereses en pugna.

Ante estas circunstancias, la intervención del Estado en el conflicto obrero-patronal fue exigida cada vez con mayor énfasis por los sectores más poderosos económicamen­te.



Pero el incremento de los conflictos laborales en áreas vitales para la economía del país; los avances organizati­vos de los trabajadores; la prédica radicalizada ("revolu­cionaria") de algunos sectores ideológicos; así como los repetidos actos de violencia que comenzaron a producirse cada vez con mayor frecuencia entre huelguistas, "carneros" y fuerzas policiales, obligaron al Estado a prestar una mayor atención al conflicto social asumiendo un rol prota­gónico en su resolución o al menos, en su control.

Batlle buscó el equilibrio de los factores económico-sociales (capital y trabajo) arbitrándolos desde el poder político. La clave de la concepción solidaria del batllismo estribó en un tratamiento igualitario del empresario y del proletario.

Veamos ahora un poco la bibliografía más reciente sobre el tema. La conceptualización del Estado de Bienestar está ligada muy de cerca con la política convencional de progre­so social; y en segundo lugar Esping-Andersen pretende demostrar "cómo dichas políticas influyen en el empleo y en la estructura social general. Hablar de un régimen denota el hecho de que la relación entre el Estado y la economía están entremezclados sistemáticamente en un complejo de rasgos legales y organizativos".[2]

Dicho autor toma las cuestiones vinculadas con la desmercantilización, la estratificación social y el empleo como las claves para la identificación del Estado de Bien­estar.

Abordemos la visión que establece Niklas Luhmann: "El Estado de Bienestar que se ha desarrollado en las zonas más altamente industrializadas del mundo no puede ser suficien­temente comprendido cuando se concibe como Estado Social; es decir, como un Estado que reacciona frente a las conse­cuencias de la industrialización con medidas de prevención social... el bienestar significa y exige algo más que la mera asistencia social, y algo más que la pura compensación de las desventajas...".[3]

El autor establece que hay una lógica al hablar de Estado de Bienestar, la misma es por intermedio del princi­pio de compensación. Es decir "compensación de aquellas desventajas que recaen sobre cada cual como consecuencia de un determinado sistema de vida".[4] Pero este concepto tiende a universalizarse: de acuerdo a cómo se formulen los problemas, todos pueden ser compensados.

"Una vez que el concepto de la compensación es recono­cido y practicado como fundamento de las pretensiones, se pone en marcha esa particular dinámica que conduce del Estado Social al Estado de Bienestar; aquella que en último término no deja nada fuera y se consume a sí misma".[5]



Suele caracterizarse al Estado de Bienestar "como un Estado que dota de extensas prestaciones  sociales a deter­minadas capas de la población, y que a estos efectos ha de hacer frente a nuevos costes a un ritmo cada vez más eleva­do".[6]

Hace referencia al concepto de inclusión, también manejado por T. H. Marshall, lo que significa la incorpora­ción de la población global a las prestaciones de los distintos sistemas funcionales de la sociedad. Teniendo, por un lado, el acceso a estas prestaciones y, por el otro,  la dependencia que de éstas van a tener los distintos modos de vida individual.

En la medida que se va avanzando en el proceso de la inclusión, se producirá el proceso por el cual irán desapa­reciendo aquellos grupos que no participan de la vida social.

La instancia de inclusión es un principio abierto, ya que establece que todos merecen la atención política, pero es ahí donde se presenta el problema porque no dice cómo, siendo por ello una tarea que sólo el sistema político puede llevar adelante.

Pero la interrogante clave es ¿hubo un Estado de Bien­estar en el Uruguay? "Un ilustre miembro de la élite polí­tica colorada, José Batlle y Ordóñez, recibió el desafío mayor de hacer entrar al país por carriles democráticos, sustituyendo las guerras civiles por contiendas electora­les... Para ello, esta apertura se prepararía largamente desde el poder, y sería precedida de una gran ofensiva de seducción hacia las clases medias y populares, construyendo un welfare state que condicionaría las peripecias posterio­res de la sociedad uruguaya.

Varios factores coincidieron para generar este welfare state prematuro. En principio grandes masas de inmigrantes europeos llegaban al país, construyendo un vasto contingen­te de potenciales electores disponibles políticamente. Pero más allá de estas multitudes clientelizables existían otras circunstancias que favorecían la construcción del estado de bienestar batllista. A la expansión del Estado, que se había iniciado en las últimas décadas del siglo XIX, se sumó un período de auge económico notable, fruto de la venta de las carnes congeladas. Por otra parte, saliendo de un período de guerra civil, pudo mantenerse una importante presión fiscal que antes se dedicaba a gastos militares y que pasaba, sin mayor resistencia, a financiar políticas sociales. Como insumos ideológicos, además, el batllismo recibía los principios solidaristas del radicalismo fran­cés, de la socialdemocracia europea y hasta de las corrien­tes anarquistas.

...Batlle iba creando las demandas antes de poner en circulación en el mercado sus ofertas... fomentó en la sociedad un alto nivel de exigencias de bienestar social y de consumo. La conciencia de sus derechos sociales, que rápidamente incorporaron los uruguayos como adquisición definitiva...".[7]

Otra  visión, la de Henry Finch establece: "Es un hecho largamente reconocido que Uruguay posee una notable histo­ria de leyes reformistas en el área de políticas laborales y sociales. El fundamento para este logro quedó asentado durante las tres primeras décadas del siglo XX, en las que fue dominante la influencia de José Batlle y Ordóñez; y aunque de 1930 también hubo avances en Argentina, Chile y Brasil en el área específica de seguridad social, el fenó­meno del batllismo tuvo paralelos pero no equivalentes en el resto de América Latina. Después de 1940 volvió a surgir el interés por el área de bienestar social, luego de los años de consolidación y represión de la clase obrera que siguieron a la depresión...".[8]

Las dimensiones que podemos utilizar para establecer la existencia de un Estado de Bienestar en nuestro país serán:

-estructura social: en ella tendremos en cuenta las medidas tomadas por el Estado en beneficio de los más necesitados.

-estructura política: debemos de atender al relaciona­miento entre el Estado y la sociedad civil y los partidos.

-la restructuración económica.

Dentro de la estructura social el aporte del batllismo es amplio e importante.

Por un lado tenemos las medidas que están relacionadas con el retiro de la fuerza de trabajo. Desde 1896 existía una Caja de jubilaciones para maestros, y en 1904 se creó la Caja Civil para abarcar el retiro de los funcionarios públicos; quedando aun innegablemente un importante número de personas sin ningún amparo.

Por Ley en 1919 se estableció la obligatoriedad de la cobertura estatal por causa de vejez, invalidez y muerte, a aquellas personas que entraran en la categoría de indigen­tes. Un año antes se dispuso que en todas las comisarías del país dieran comida a todo habitante que se encontrase sin trabajo y no poseyera los medios necesarios para su subsistencia.

Podemos establecer entre 1919 y 1930 esta forma de seguridad social al punto de otorgar un beneficio a aque­llos grupos sociales que se veían desamparados y no podían por sí solos alcanzar un bienestar acorde a los tiempos que se vivían.

Dentro de esta preocupación se incluye el tema de la vivienda para los obreros. "En medio de la prosperidad en que vivimos, oyendo hablar diariamente de avenidas, ramblas y proyectos grandiosos de edificación, no se nos ocurre que a  nuestro rededor exista, en realidad, gente que viva mal, en cuartos pequeños, antihigiénicos y verdaderamente haci­nados.

Realmente, entre nosotros, el problema de la habitación obrera no ha sido puesto en tela de juicio, con todo el interés que el asunto merece.

Si por razón de salud del cuerpo y del espíritu se habilita a Montevideo con anchas calles y avenidas y plazas y edificios y pavimentaciones costosas, ¿de qué sirve el sacrificio real que importa el desarrollo de tan vastos planes, para aquella parte de la población que se ve redu­cida a vivir poco menos que amontonadas en casas reducidas y sucias, ya que no en cuartos pequeños, oscuros, insalu­bres y asfixiantes?

La gente de trabajo, la gente pobre, vive mal. Y no hay derecho, nos parece, de gastar tantos millones en obras importantes y necesarias, todo lo que se quiera, sin aten­der como es debido a solucionar la cuestión de la casa obrera, como vivienda higiénica y como vivienda barata, cosas que hoy no existen dentro de la fórmula colonial, extenuadora y apremiante de nuestro actual conventillo, cuya definición no tiene más que las características de la vivienda mala y cara.

Cabe esperar que la flamante institución municipal dedicará a este interesante y fundamental asunto de bienes­tar social, atención digna de la importancia del asunto".[9]

Se debió de esperar hasta 1921 para que se aprobara la ley, por la cual se otorgaban préstamos a largo plazo para la construcción de viviendas.

Un segundo punto se establece por lo que conocemos tradicionalmente como las "leyes obreras". Fueron aquellas que estaban destinadas a regular el funcionamiento del mercado de trabajo, destacándose:

-la jornada de ocho horas;

-la semana laboral de seis días en la industria;

-la semana inglesa (cinco días y medio) en el comercio;

-la reglamentación del trabajo femenino y del menor;

-descanso semanal;

-la ley de las sillas;

-sobre accidentes de trabajo;

-salarios mínimos a los trabajadores rurales;

-salario mínimo a los empleados públicos.

Recordemos el mensaje presidencial del 26 de diciembre de 1906 sobre la cuestión obrera, a partir del cual se irán concretando las pautas para su mejoramiento.

Por último deberíamos mencionar dos factores más que contribuyen para poder decir de la existencia de un Estado de Bienestar, (o como otros autores hablan de Estado Asis­tencial): ellos son el acceso de la población a la instruc­ción, tema que hemos abordado en diferentes etapas en el capítulo anterior y, finalmente,  el grado de participación política que posee la población.

A partir de estas variables con sus correspondientes mediciones entendemos que se puede llegar a establecer en qué medida el batllismo de principios de siglo colaboró para montar un Estado de Bienestar, que para muchos autores fue prematuro centro del Continente americano y que no lo hemos valorado en su verdadera dimensión.





[1] Nuestras referencias se basan en la obra de Manuel García Pelayo, Las transformaciones del Estado Contemporá­neo.
[2] Espig-Andersen, G.- Los tres mundos del estado del bienestar. València. 1993. pág. 18.
[3] Luhmann, Niklas- Teorías políticas en el Estado de Bienestar. Madrid. 1993. pág. 31.
[4] Ídem. pág. 32.
[5] Ídem. págs. 32-33.
[6] Ídem. pág. 47.
[7] Costa Bonino, Luis- La crisis del sistema político uruguayo. Partidos y democracia hasta 1973. Montevideo. 1995. pág. 265.
[8] Finch, Henry- Redefinición de la utopía en Uru­guay: la política de bienestar social posterior a 1940. En Cuadernos del CLAEH. Nº 52. 1989. pág. 7.
[9] Casas para obreros. El Día. Enero, 13 de 1911.