domingo, 1 de febrero de 2015

HEDONISMO


O - HEDONISMO

E
s una doctrina filosófica común a varias escuelas; el  placer se identifica con el bien, es el fundamento de la moral.

Es así que Real de Azúa lo ve en el batllismo: “A propósito del matrimonio, Batlle habló alguna vez del “viaje placentero de la vida”; esta imagen, de evidente inspiración hedonista es la que dictó toda una normativa vital de derecho y de consumo que la acción política creyó en el caso de asegurar a todos los uruguayos. Es cierto que elementos “solidaristas” (fue importante la influencia sobre Batlle, a través de Amézaga, de la doctrina de tal nombre profesada por León Bourgeois) obraron en la inspira­ción legislativa”.[1]

Batlle se preocupa en varios sentidos por la felicidad y la moral: “La felicidad pública sólo florece y se perpe­túa donde cada ciudadano es un ser consciente por ellos mismos, mediante representantes que cumplan su voluntad. Esta es la verdadera democracia: porque todos se equivocan con más dificultad que uno solo. Generalmente la opinión verdadera, por lo menos, siempre es la opinión sana. Aunque a veces la multitud puede estar equivocada, de su moral no puede dudarse nunca”.[2]

El 7 de julio de 1911, exactamente cinco años después de haber presentado su proyecto ante el Parlamento, Batlle ponía el cúmplase a la ley de creación de la Comisión Nacional de Educación Física, la cual habría de proveer a cada barrio de la capital y a cada ciudad de la República, de plazas de deportes que utilizarían todos, menores y adultos, varones y niñas, para la mayor salud de pueblo y para la educación del ánimo y la voluntad.

Veamos parte del mensaje que Batlle y Ordóñez presenta­ra a la Asamblea General el 7 de julio de 1906:

Tiende este proyecto a fomentar en los habitantes del país, el gusto y la pasión por los ejercicios físicos que hacen a las razas más sanas y más fuertes. Nuestra acción en ese sentido ha sido casi nula hasta el presente, y en cambio hemos invertido e invertimos sumas ingentes en la educación mental de la juventud y de la infancia por medio de las escuelas y universidades.

...En lo que concierne al pueblo, agrega, una persona­lidad rica de conocimientos numerosos pero con una mala constitución física, es de poco valor, porque los descendientes morirán faltos de salud, en una o en dos generacio­nes. A la inversa, una bella y robusta constitución aunque no sea acompañada de ningún talento, merece ser conservada, porque en las generaciones que vendrán, la inteligencia podrá desenvolverse indefinidamente.

Nuestro país parece olvidar la parte de verdad que encierran esas afirmaciones. Si se destaca por los sistemas de enseñanza que rigen en sus escuelas y universidades, deja que arrastren una vida lánguida sus gimnasios y cen­tros atléticos que sólo se mantienen gracias al esfuerzo de algunos obstinados. Los ejercicios físicos, los distintos deportes no son practicados con la frecuencia y la genera­lidad que los hacen benéficos y que permiten que tengan verdadera influencia en la vida del pueblo, en sus triun­fos, hasta en su aspecto”.[3] Recordemos que en 1885 Batlle fue Presidente de la Sociedad “Tiro y Gimnasia Montevideo”, elaborando un proyecto de reglamento para la realización de “Juegos Atléticos Uruguayos”.

Otra bandera en  el entorno hedonista se manifiesta en Batlle en su lucha contra la pena de muerte.
La pena de muerte es la más brutal de las Institucio­nes antiguas que están en pie en los tiempos modernos, y su conservación debe atribuirse al sentimiento irreflexivo de horror y odio que inspira al delincuente, y no, de ninguna manera, a la influencia que ha podido ejercer en la legis­lación un conjunto de ideas sistemáticamente impuestas a la inteligencia del hombre por su evidencia y vigor lógico.


La pena de muerte no produce más que un resultado positivo: el aniquilamiento de un hombre que encerrado en una cárcel, no era ya un peligro para la sociedad, y la desmoralización que debe producir el ejemplo dado por la sociedad misma de su falta de respeto a la vida humana”.[4]

En momentos de la condena de Duarte -la vida del conde­nado dependía de la gracia del señor Idiarte Borda-, El Día establecía: “Y bien, - ¿por qué se ha muerto a un hombre a sangre fría, a mansalva, con premeditación de muchos meses, con un ensañamiento que no encuentra igual sino en los crímenes de su mismo género, en esos crímenes legales que hacen agonizar a la víctima durante cuarenta y ocho horas en la capilla y la tortura, antes, durante muchos meses y, con frecuencia, durante años en la cárcel? -Porque es necesario defender a la sociedad, para defender a la socie­dad, -tal es la contestación. -Pero no se explica con la prolijidad conveniente cómo pueden convertirse en una defensa social esos actos de infinita crueldad.

No es así, no obstante, como han de resolverse los problemas sociales. No es la pasión lo que debe decidir, no los necios hiperexitados. Es el raciocinio tranquilo, la inteligencia serena... Y si se quisiera hacer actuar a la sensibilidad solamente, no se debería proceder con dolo, ocultando una parte de los motivos que pueden agitarla”.[5]

Es en 1906 cuando se propone  el proyecto de ley que  suprime la pena de muerte: “Esta pena, que, en su ejecu­ción, tiene que ocultarse cada día más en el fondo de las penitenciarías, porque repugna al sentimiento público, está lejos de imponerse como una consecuencia forzosa de las teorías sobre la naturaleza y el fin de la pena,  sosteni­das por los tratadistas de Derecho Penal, y al contrario, se halla en pugna con las más generosas y avanzadas.

Es verdad que para ciertos autores la pena es un casti­go, una expiación que se sufre aquí, en la tierra, como medio de atemperar el castigo que se debe recibir en el cielo, considerándose tanto mayor su eficacia cuanto más grande es el suplicio que importa. Pero la ley positiva no puede tener por objeto el arreglo de los asuntos religiosos sino el bien común, y no se podrían imponer penas más o menos terribles por razones teológicas.

Si el criminal constituye un peligro para la sociedad, y si ha demostrado por sus actos la perturbación de sus ideas y sentimientos, las medidas más adecuadas que a su respecto puedan objetarse, serán evidentemente aquellas que mejor protejan a la sociedad contra sus ataques y que a él mismo, como individuo de la colectividad, le sean más bené­ficas.

La teoría que hace consistir el fin de la pena en el escarmiento del delincuente y en la intimidación de los que pudieron sentirse inclinados a seguir su ejemplo, o simple­mente a cometer actos análogos, tiende a garantir a la sociedad, pero es deficiente en cuanto niega toda conside­ración al individuo a quien desde el momento en que ha cometido el delito, no reputa como a hombre, sino como medio del que el Estado pueda servirse para inducir a respetar las leyes y se condena a sí misma al detenerse en la pena de muerte, pues debería lógicamente agregar a ésta bien estudiados martirios que reforzarán el escarmiento y la intimidación.

No merecen, pues, seria consideración sino las doctri­nas más racionales que hacen consistir la pena en el con­junto de providencias que es necesario adoptar para impedir que el delincuente, cuyo vicio moral o intelectual se ha puesto en descubierto, quede en condiciones de volver a agredir a la sociedad. Esta tiene el derecho y el deber de defenderse, de conservarse en su conjunto y en cada uno de sus miembros, y las medidas que adopte para realizar tal fin pueden ir desde los medios educativos y correccionales hasta la supresión del delincuente por la pena de muerte, cuando la existencia de éste sea  incompatible con la suya. Pero, por lo mismo, la pena de muerte no será legítima sino cuando sea absolutamente necesaria.

Una sociedad pobre, embrionaria, desprovista de cárce­les apropiadas y de la organización civil o militar adecua­da para la vigilancia de los delincuentes, podrá recurrir legítimamente a las ejecuciones capitales, único medio efectivo a su alcance de ponerse a cubierto de los ataques de éstos.

Las sociedades más avanzadas reparten también la muerte por las bocas de sus fusiles y cañones cuando tienen que repeler una agresión del exterior o sostener el orden amenazado dentro de las fronteras, por asonadas u otros movimientos subversivos, y esas ejecuciones en masa se legitiman por la imperiosa y suprema razón de la conserva­ción social.

Pero, restablecido el orden, la calma, provista de todos sus abundantes medios de defensa, ninguna sociedad civilizada tiene necesidad de suprimir al delincuente para ponerse a cubierto de sus ataques. Las cárceles ofrecen encierros seguros de donde le es al recluido imposible evadirse. Y en tales condiciones la pena  de muerte debe ser considerada como un acto de crueldad innecesario.

Ni aún en el caso mismo de la incorregibilidad cierta de un reo, podría justificarse. La prisión a perpetuidad sería siempre una defensa eficaz y la pena de muerte un exceso de defensa.

Ni siquiera podría alegarse la inconveniencia de hacer erogaciones para sostener a seres totalmente inútiles a la sociedad. El progreso en la organización de las cárceles y en su aprobación a los fines que deben llenar, hará que el criminal provea con creces por medio de su trabajo a su propio sostenimiento, y hasta que ese trabajo sea bastante productivo para ofrecer indemnizaciones a las personas que han sido perjudicadas por sus actos delictuosos.

En cambio, se podrá evitar a la sociedad el espectáculo desmoralizador de las ejecuciones, en el que, según la estadística, parece que fueran a buscar estímulo muchos criminales. Más que todas las medidas preventivas y que todas las represiones, ha detenido y detendrá siempre  al que va a delinquir, el poderoso instinto que se resiste en nuestro organismo o que se inflija un mal físico a un semejante, y más violentamente aún a que se derrame su sangre. Donde no protege ya a la víctima elegida la idea de derecho, obscurecida en la conciencia del criminal, donde no alcanza ya la acción de la autoridad, donde el temor a la pena ha desaparecido por la certidumbre de que el delito quedará impune, actúa todavía para impedir el crimen la terrible emoción que nos produce el derramamiento de sangre o la muerte de un hombre. Agente principal de la conserva­ción social, más eficaz que cualesquiera otros de los que se emplean en su defensa, vela siempre ese sentimiento en el que está propenso al delito, se opone con tenacidad a un intento, le somete a terribles vacilaciones y no le cede el paso sino después de una lucha que es siempre violenta y dolorosa.

La pena de muerte conspira contra ese sentimiento protector y tiende a debilitarlo y extinguirlo. El prolon­gado suplicio a que es sometido el reo y la frialdad refle­xiva con que se le enjuicia, se le condena y se le ejecuta, no puede menos que familiarizarnos con hechos de esa natu­raleza; hacernos cada vez más insensibles al dolor ajeno y amortiguar el horror que nos produce la supresión de la vida humana por la violencia.

El que se habitúe a las ejecuciones capitales y llegue a presenciarlas fría y tranquilamente, podrá estar cierto de no encontrar ya en sí mismo resistencias orgánicas al crimen, si alguna vez la obscuridad de sus ideas morales y sus apetitos sin dirección lo empujan hacia él.

Las masas populares, a las que generalmente no alcanza el beneficio de una educación regular, habrán perdido el motivo más poderoso quizás de su orientación hacia el bien, cuando alrededor del patíbulo se hayan acostumbrado a contemplar con imposible curiosidad o con enfermizo placer, la sangrienta agonía de un semejante”.[6]

Su preocupación no solo alcanza a las personas sino también a los animales; tanto en la riña de gallos como en las corridas de toros desde antes de ser presidente está presente tal inquietud.

Es así que el 17 de julio de 1900 se publica en El Día una carta que le envía a Batlle el señor Alberto Palomeque: “Es usted el único periodista nacional que ha luchado por los ideales defendidos en el Parlamento combatiendo la pretendida derogación de la ley que prohíbe el espectáculo público de las corridas de toros...”.[7]

El adjunto proyecto de ley viene a llenar una necesi­dad sentida de tiempo atrás en la legislación humanitaria y progresista de la República.

El hombre tiene deberes que cumplir para consigo mismo y para la sociedad en que vive, no sólo respecto de sus semejantes, sino también respecto a los animales. Se ofende la cultura social, se hieren los sentimientos más arraiga­dos, cuando se maltrata a los animales con un fin recreati­vo o de juego sin motivo alguno que justifique tales actos.

Los animales pueden ser considerados como seres infe­riores con relación al hombre; pero esa inferioridad misma impone a éste deberes de protección y de amparo, ya que se trata de seres sensibles e inteligentes, que en mayor o menor grado perciben, sienten, padecen  y son capaces de afectos que obligan al reconocimiento y a la consideración humana.

Si hay hombres que no sienten en su conciencia los deberes de humanidad que obligan al respeto y protección de los animales, justo es que la sociedad vele por ellos, desde que su inferioridad les impide conseguir una y otra cosa.

Plaza de toros de la Unión

Todo lo que participa de la vida animada con cierta intensidad en la naturaleza, todo lo que se manifiesta con rasgo de sensibilidad e inteligencia acentuada no puede ser, en una sociedad civilizada, objeto de mortificación para satisfacer motivos de distracción, tendencias al juego, pasiones o brutalidades de los hombres que no sien­ten en su corazón los impulsos generosos de la solidaridad que une y vincula a todos los seres vivientes.

El proyecto no es, por otra parte, una novedad en lo que se refiere a la idea fundamental que lo inspira: en las sociedades más antiguas, como en las modernas, existen disposiciones más o menos rigurosas, contra los que maltra­tan animales.

En cuanto a la prohibición del box y de otras diversio­nes de índole análoga, se justifica por sí misma: son espectáculos que, aparte de constituir una causa de morti­ficación para el hombre, constituyen un hecho poco edifi­cante para la cultura popular.

Hay, pues, un interés público que legítima la necesidad de la ley protectora que se proyecta, para poner a salvo los principios de humanidad y civilidad que imperan en el seno de nuestra sociedad.

Al declarar incluido este asunto entre los que han motivado la convocatoria a sesiones extraordinarias, saludo a V.H. con mi consideración más distinguida”.[8]

También Batlle procurará establecer  una conducta a los empleados públicos, de ella se desprende que los comporta­mientos humanos tanto colectivos como individuales deben llevar consigo una profunda carga moral y ética.

Un día me dijo (Batlle a Arena), con la satisfacción del que ha encontrado un medio artificial de hacer dinero: “¿A qué no sabe cómo consigo acumular sumas relativamente importantes sin causar perjuicio a ninguno?

Pues demorando determinado tiempo, mayor o menor, según los casos, en llenar las vacantes que se producen en la administración. Siempre que me traen un nombramiento, sea cual fuere su importancia, averiguo la naturaleza del cargo que se va a llenar y la situación de la respectiva oficina y me tomo algún tiempo. Las exigencias del ministro suelen darme la medida de la urgencia. Y así pasan las semanas, a veces el mes, y mientras tanto el sueldo no corre. Y como los empleos son innumerables y muchos muy bien rentados, resulta que al cabo del año se ha reunido lo suficiente para reforzar rubros agotados, sin necesidad de pedir ayuda al parlamento.

Batlle siempre hizo una vida sobria, pero lo hizo más en los  primeros meses de su primera presidencia. De manera que cuando quiso acordar, se encontró con unos cuatro o cinco mil pesos que guardaba en su caja. Entonces, yo le pregunté cándidamente por qué no los invertía en alguna deuda pública para ganar intereses. Me contestó en el acto con esta lección de moral administrativa: “Los gobernantes nunca deben ser dueños de deudas del Estado, para no verse influenciados a su pesar, por su interés, en alguna medida administrativa o proyecto de legislación. Por consiguiente, yo, mientras esté en el gobierno nunca tendré que ver nada con papeles de bolsa. Y ya que el caso se ofrece, le hago saber que miraré como una traición el que un allegado mío, aprovechando alguna noticia, la utilice para especular. Porque jugar en la bolsa a sabiendas es peor que hacerlo en la carpeta con cartas marcadas. ¡El provecho es mayor y el riesgo ninguno!”

Intervención oportuna. El primer divorcio (Sin mutuo consentimiento)
El Día. 4 de Abril de 1907.
Nota gráfica por Carolus

Cuando Batlle, desde mediados de la primera presiden­cia, empezó a pasar temporadas en su quinta de Piedras Blancas, el vecindario estuvo de parabienes, creyendo que la ubicación del presidente traería consigo el progreso. Le sucedió precisamente lo contrario. En su afán de que no le redundara en su provecho, se cuidó de que no se hiciese nada útil que se aproximara a su residencia. Fue así que, mientras gobernó, ningún servicio público, rozó su casa. Ni llegó hasta ella la luz ni el agua corriente, no obstante estar una y otra cerca y necesitarlas dos cuarteles. No se arregló ningún camino de los que circundaban la quinta, al punto que en los inviernos lluviosos, yo decía que los caballos de la escolta debían ser anfibios para poder patrullar en un barro líquido que les llegaba al vientre. En resumen, lo que se creyó que iba a ser un oasis, conser­vó su aspecto de casi desierto, al punto de haberle oído decir a algún admirador del pago: “Es verdad que hemos  tenido el insigne honor de tener con nosotros a Batlle, pero en la práctica nadie nos hubiera arrendado las ganan­cias!” y, detalle curioso que resulta simbólico: había empezado a funcionar en Piedras Blancas una “Comisión Local de Progreso”. Por un error de imprenta apareció anunciada la reunión “Comisión Loca de Progreso”. Fue su tiro de gracia: ¡no se reunió más![9]

Otro tema a destacar es el del divorcio teniendo su origen desde 1905: “...el matrimonio no podía ser conside­rado de suyo como institución indisoluble, que esto era sólo un atentado contra la libertad humana sino también una fragante violación de los hechos de la vida real; que en la práctica la indisolubilidad había fracasado y fracasaría siempre; que por consiguiente la ley no podía imponer un régimen que va contra la libertad, contra las costumbres y contra la experiencia, y que el contrato de matrimonio podía resolverse por las mismas causas que se resuelven los demás contratos”.[10]

Por esa fecha en la sociedad uruguaya comenzarán a enfrentarse dos bandos, los que están a favor y los que están en contra ante la ley de divorcio, proyecto presenta­do por el diputado Carlos Oneto y Viana.

Podemos apreciar que este tema tiene varios aportes europeos para su definición: “...como dice Laurent, el elo­cuente jurista belga, “en rigor el divorcio no rompe el matrimonio, no hace más que constatar su ruptura”. Cuando el divorcio interviene, ya la desunión del hogar se ha producido, ya han ocurrido las primeras reyertas, ya se han relajado los vínculos más santos, ya al amor lo sustituyó el odio...

El divorcio no viene pues a hacer nada nuevo en la familia. Viene a constatar y a legalizar lo ya hecho, lo fatalmente hecho, a pesar de las imposiciones muchas veces presuntuosas de la misma ley: más bien dicho, viene a traer un remedio legal a la ruptura como lo decía Berenger en el Consejo de Estado de Francia…”.[11]

No es capricho la prédica que se hace por el divorcio, a pesar de que hay quien podrá argumentar que Batlle tenía intereses persona­les en su aprobación, para poder casarse  con Matilde Pacheco. Ella estaba casada desde 1872 con Ruperto Michaelsson, primo de Batlle, del quien se separa entre los primeros años de los 80, enviudando en 1893, y al año siguiente contra­jeron matrimonio, de esa forma legalizando su situación. Ya previamente habían nacido César (1886) y Rafael (1888), lo que significa­ba todo un escándalo para la sociedad de la época.

...los partidarios del matrimonio indisoluble parten de un profundo error. Ellos parecen entender que la morali­dad y la felicidad de un pueblo están en razón directa del número de uniones permanentes. Y la verdad de las cosas es que la moralidad y la felicidad de un pueblo sólo pueden estar en razón directa del número de uniones armónicas, donde se encuentre el respeto y el amor entre los esposos, y un acendrado cariño para los hijos.

Un mal matrimonio es peor que un matrimonio inexisten­te. De él nada bueno puede surgir para los esposos, que sólo encuentran en el trato diario motivos de sinsabores y de riñas. Nada bueno puede esperar la moral social, pues lo natural es que esos esposos busquen afuera las satisfaccio­nes que no pueden encontrar en el hogar y sin las cuales la vida humana se vuelve inferior a la vida de los brutos”.[12]

Nuevamente se ve a la Iglesia como enemiga ante una iniciativa legislativa: “...que la ley de divorcio no sólo es la consecuencia necesaria del matrimonio, sino que representa una evidente necesidad social, desde que viene a reparar errores e injusticias que se traducen en graves perturbaciones para la familia ... es una ley eminentemente protectora de los derechos e intereses de la mujer y de los niños y que las resistencias que provoca su sanción en ciertas clases sociales, no pueden tener otros fundamentos que los emanados de los prejuicios religiosos.

No hay una sola razón seria para oponerla al estableci­miento del divorcio, dice Naquet, y agrega, que sólo el dogma católico ha constituido en todos los tiempos el obstáculo irreductible contra la aceptación de ese princi­pio humano y moralizador”.[13]

En 1907 se votó la ley de divorcio en nuestro país; la prensa argentina se ocupó de la noticia: “Las cámaras uru­guayas acaban de promulgar y poner en vigencia la ley de divorcio una de las más hermosas conquistas del progreso, uno de los triunfos más brillantes de la libertad sobre la rutina.

El divorcio, rompiendo viejas preocupaciones de secta que condenan a un ser al martirio moral (y a veces físico) a perpetuidad; que determina esa desconsoladora soledad de dos en compañía ... devuelve su libertad de acción y sus derechos al que fue víctima de una equivocación de una pasión enceguecedora o de un acto impremeditado de conse­cuencias funestas. El divorcio rompe una de las cadenas más terribles que pueden aterrar al humano y sin embargo, aquí, en plena democracia, en un país que se llama libre y que cifra su orgullo mayor en serlo, aún no se ha podido alcan­zar tan bello ideal a pesar de los esfuerzos que en su favor han hecho espíritus libres bien equilibrados y mejor intencionados.

Resulta, pues, que nuestros vecinos, de la otra banda, han dado ese gran paso de gigante en la senda de la libera­ción humana”.[14]




[1] Real de Azúa, Carlos- El impulso y su freno. Tres décadas del batllismo y las raíces de la crisis uruguaya. Montevideo. 1964. pág. 42.
[2] Ídem. pág. 36.
[3] Mensaje Presidencial a la Asamblea General. Julio, 7 de 1906.
[4] Condenado a muerte. El Día. Abril, 23 de 1894.
[5] En defensa de la sociedad y... de la moral. El Día. Noviembre, 7 de 1895.
[6] D.S.C.R. Tomo 187. Junio, 25 de 1906. págs. 89-90.
[7] ¡Toros! El Día. Julio, 7 de 1900.
[8] Mensaje Presidencial a la Asamblea General. Di­ciembre, 16 de 1912.
[9] Arena, Domingo- Op. Cit.
[10] El divorcio y el interés social. El Día. Agosto, 11 de 1905.
[11] El divorcio no es un peligro social. El Día. Agos­to, 12 de 1905.
[12] El divorcio y la moral social. El Día. Setiembre, 24 de 1905.
[13] El divorcio y la libertad de conciencia. El Día. Octubre, 12 de 1905.
[14] El divorcio. Aplausos de la prensa argentina. El Día. Noviembre, 4 de 1907.

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