domingo, 1 de febrero de 2015

TEORIA POLITICA

R - TEORIA POLITICA

B
ajo este rótulo hemos entendido necesario englobar una serie de autores extranjeros y nacionales que a fines del siglo XIX eran analizados y utilizados ya sea desde las cátedras, desde la vida política o la prensa.

Es lógico que la necesidad de organizar a los partidos, al Estado, fuera un requisito, pero había que ver qué camino se podía seguir.

Hoy una teoría política es conocida casi inmediatamente en todo el mundo; en el pasado, si bien era más lento el proceso igual se difundían. Tal vez no llevasen ese nombre, pero su esencia era transmitida y aplicada.

En la revisión y lectura de los editoriales hemos podido encontrar los nombres de pensadores, incluidos en el presente trabajo, generalmente no tenidos en cuenta por otros investigadores.

El hecho referido tiene su origen en el editorial de El DíaLos partidos bajo el despotismo. Objeciones infunda­das”, del 6 de setiembre de 1892, donde encontramos tres nombres que nos llamaron la atención: Bluntschli, Lieber, Azcárate y Grimke.

Otra obra importante fue la tesis de Federico Acosta y Lara, Los partidos políticos, en la cual hace referencia a algunos de estos autores.

1 - Juan Gaspar Bluntschli
Veamos la concepción de la política de este autor: “La política es la vida consciente del Estado, la dirección de los negocios públicos, el arte práctico del Gobierno. Llámense hombres políticos aquellos que por función o por vocación ejercen una acción influyente en la vida pública, como los ministros, ciertos altos funcionarios, los diputa­dos, periodistas, etc...

Pero la política es además la ciencia del gobierno y tiene por representantes, en este sentido, a los sabios u hombres teóricos del Estado.

...la política tiene dos sentidos muy distintos:

1) Como arte, persigue, según las necesidades del momento, ciertos fines externos, una creación nueva, el mejoramiento de las instituciones públicas, la victoria sobre el enemigo. El arte de gobernar se manifiesta en los actos y se estima por el efecto producido; la fecundidad de los resultados constituye la gloria del hombre de Estado, el fracaso continuo, su vergüenza.

Como ciencia, por el contrario, son a la política casi indiferente los resultados exteriores; no persigue más que un fin: conocer lo verdadero. Su gloria consiste en des­truir el error, descubrir una ley, mostrar una regla perma­nente de conducta.

2) También difieren los medios. El  hombre de Estado no se contenta con pensar de una manera justa, sino que quiere realizar su pensamiento, y le es indispensable el poder. Para vencer los obstáculos, se apoyará en la autoridad del Estado, hará un llamamiento a la opinión pública, o pedirá, según los casos, tropas y dinero.

La ciencia puede prescindir de estos medios materiales; no invoca la fuerza, sino la lógica. La observación exacta y el pensamiento justo, son la garantía de sus progresos, y no serían bastantes para transformar el error en verdad todos los tesoros ni todos los ejércitos del mundo.

3) La política práctica sólo marcha luchando constante­mente con los obstáculos exteriores. El hombre de Estado pesa las simpatías y las pasiones enemigas, se ve obligado a pertenecer a un partido, no puede en manera alguna, librarse de la influencia de las excitaciones que produce la lucha, y necesita valor y sangre fría en el peligro, voluntad enérgica en la acción, y carácter varonil.

El científico, por el contrario, investiga tranquila­mente la verdad que se propone poseer o demostrar, la examina bajo diversos puntos de vista, libre de los prejui­cios y pasiones de los partidos, lejos del ruido y bullicio de la lucha, y la paz y tranquilidad de la reflexión cien­tífica le sugieren imparciales conclusiones.

4) La manera de razonar es también diferente. Las necesidades del momento atormentan al hombre de Estado. Si invoca los principios es para hacer de ellos una aplicación inmediata; necesita transigir para conseguir su objeto, y el resultado es lo que domina su pensamiento.

El teórico o científico sólo buscan la fórmula más pura del principio,  y nada le impide llegar hasta el fin de sus conclusiones lógicas.

Psicológicamente, necesita el político un entendimiento agudo y seguro para conocer los hombres y las cosas; el sabio, un conocimiento profundo de las leyes generales de la naturaleza humana...

Pero un hombre de Estado no puede en nuestros días prescindir de un estudio teórico y detenido de las ideas y de los principios que ilustran y agitan las naciones; así como la ciencia, que aspira a ser útil, debe explorarse por comprender las condiciones de la vida real de los Estados”.[1]

Dentro de la misma obra el autor hace una breve refe­rencia al sufragio de las mujeres. “En el estado actual de cosas, la influencia moral e indirecta de las mujeres en la vida pública es al mismo tiempo considerable y benéfica. El hombre de Estado recobra la paz, el reposo y nuevas fuerzas en su tranquilo hogar. ¿Qué sería de sus dulces goces si la mujer tomase como él parte en la contienda? Por lo común, el hombre de Estado habla con su esposa como con su con­ciencia; le cuenta sus proyectos, sus peligros y sus glo­rias, y de esta manera la mujer puede representar el deber moral en frente del súmmum jus o de los artificios de la política. Guardémonos, pues, de quitarle este hermoso papel para darle otro que le es extraño. La influencia de la mujer en la vida pública dejaría de ser pura si no fuera indirecta”.[2]

Referente a los partidos políticos  Bluntschli entendía que el fin de los partidos es la justicia. Para alcanzar tal fin deben de organizarse de la manera que entiendan más adecuada para lograr que la justicia se concrete. Se debe de incluir en sus pretensiones como un fin primordial, llegar al poder, no debe de servir los intereses de un individuo, de un grupo, de una familia. El principio de justicia es general por lo tanto su carácter debe ser general.

Un partido político es el que se inspira en un princi­pio político, y persigue un fin político también: llamase “político” porque está en armonía con el Estado, es compa­tible con él, y se halla consagrado al bien común... Pero un partido no es más que una facción cuando se sobrepone al Estado, cuando subordina los intereses de éste a los suyos propios, el todo a la parte.

Difícilmente podrá llegar la facción a la categoría de partido, pues éste degenera con facilidad en facción. El hombre es a la vez individuo y miembro de la familia, del municipio, del Estado y de la humanidad: su espíritu indi­vidual hallase unas veces en armonía, otras en lucha con el espíritu general. De la misma suerte, cada partido político tiene un doble motor, sus intereses particulares y los intereses generales; pero en él triunfan estos últimos.

Un partido puede además ser exclusivista en sus reunio­nes, nombrar sus jefes, deliberar y decidir, crear periódi­cos, sostener y animar a sus amigos; resistir a sus enemi­gos y disputarles la victoria; sus miembros así mismo pueden sin ser facciones, sacrificar sus opiniones persona­les a las del partido, y obedecer a los jefes como soldados disciplinados... La disciplina de los partidos es una condición necesaria de su fuerza, como en un ejército. Sólo cuando llegan a preponderar el celo y la pasión egoísta hácense anti-sociales estos grupos y dejan de merecer el nombre de partidos políticos”.[3]

Bluntschli realiza una clasificación de los partidos:
A- Partidos Mixtos- religiosos y políticos.
B- Partidos que se apoyan en territorios, pueblos o tribus.
C- Formación por órdenes.
D- Partidos constitucionales.
E- Partidos de la situación y de la oposición.
F- Partidos esencialmente políticos.

El último grupo de la clasificación es entendido por Bluntschli como el más perfecto y verdadero, porque no tienen una mira especial respecto de los objetivos, sino que la política es su fin exclusivo, y además tienen una existencia permanente porque están adheridos a la vida del Estado. El Estado no podría existir, observando formas verdaderamente regulares, si no lo acompañasen estos parti­dos en su marcha.

2 - Francisco Lieber
Analizaremos la obra de Lieber “La moral aplicada a la política” y recordando que en 1865 Jiménez de Aréchaga recomendaba la lectura de otra obra de este autor, la “Libertad Civil y Gobierno Propio”.

La primera obra fue prologada por Enrique Azarola quien establecía: “Los males de la América del Sud son muy gra­ves. En ella el sufragio, base de todo el sistema político que ha adoptado, es una bonita mentira; el Gobierno, la hechura de un partido; las instituciones están escritas en el papel de la Constitución que poco o nada se acata; pero no están incrustadas en las costumbres de los pueblos; la Justicia, tardaría, cara e incompleta cuando la ignorancia o la perversidad no la hacen imposible, y esos males afec­tan un carácter general que algunos explican por lo embrio­nario todavía de las nacionalidades que la pueblan, pero que un criterio más claro atribuye principalmente a la falta de educación moral que ha salvado a otras sociedades en sus crisis supremas y que aquí tan imperdonablemente se descuida”.[4]

Al abordar Lieber el concepto de partido, éste lo entendía como: “...una agrupación de ciudadanos que, duran­te algún tiempo y no por accidente sino más bien por tradi­ción, han venido procediendo de común acuerdo respecto de ciertos principios fundamentales, intereses o conductas, empleando en la persecución de sus fines medios legales; manteniéndose por consiguiente dentro de los límites de la ley constitutiva y cuyos esfuerzos se dirigen en pro de los verdaderos intereses de la comunidad o de los que el parti­do considere sinceramente como tales.

Si le falta algunos de estos últimos requisitos; si esa agrupación de ciudadanos obra por medios ilegítimos u obedece a propósitos egoístas; si trabaja secreta o públi­camente por sobreponerse a las prescripciones de la ley fundamental, esto es, se deja de luchar por un cambio de administración o de algunas leyes, para pretender un cambio de gobierno, entonces deja de ser un partido para conver­tirse en una facción. Todos los partidos están expuestos al peligro de degenerar en facciones y éstas a su vez a trans­formarse en verdaderas conspiraciones”.[5]

Dentro de las ideas expuestas en esta obra veamos el concepto que maneja sobre la coalición de los partidos: “...no es tan importante bajo el punto de vista moral como bajo el meramente dictado por la prudencia... Las coali­ciones despiertan cierta desconfianza en el espíritu públi­co contra los partidos coaligados y cuando se forma una alianza no solo para atacar  sino para continuarla después de la victoria, es sumamente difícil comunicarle al partido la fuerza moral.

Las coaliciones se debilitan necesariamente en el poder...”.[6]

3 - Federico Grimke
La presencia de los partidos en una República no puede ser mal vista, así lo establece Grimke, ya que el espíritu del partido no es más que un “conflicto” de diferentes opiniones, las cuales cada una de ellas poseen parte de la verdad. “La existencia de partidos en una república, aunque sean ruidosos y clamorosos, no es por lo mismo una circuns­tancia que pueda verse como adversa a la paz y bienestar del Estado. Más bien puede considerarse como una previsión especial y extraordinaria para promover los intereses y adelantar la inteligencia de la clase más numerosa de la sociedad”.[7]

No se presentan los partidos como enemigos encarnizados que buscan eliminar a su adversario, sino todo lo contra­rio; hay como una mutua influencia e incluso Grimke plantea la alternancia de los partidos en el gobierno: “Es curioso saber el modo como los partidos se conducen uno con otro, y observar el procedimiento por medio del cual las opiniones del uno se comunican al otro; porque los partidos no ten­drían significación ni utilidad si estuvieran batallando eternamente uno con otro sin más resultado que la pérdida o adquisición alternativa del poder. El deseo de obtener ascendiente puede ser el resorte que los mueve; pero feliz­mente este resorte no puede ponerse en movimiento, en un país de instituciones libres, sin despertar una suma prodi­giosa de reflexiones entre una parte muy considerable de la población. El verdadero uso de los partidos está muy lejos de ser mantener provocativos para que los demagogos satis­fagan sus ambiciones privadas. Las miras egoístas de estos pueden ser necesarias para animarlos a seguir ciertas opiniones; pero al momento en que estas son promulgadas, se las sujeta al examen indagador de la sociedad, porque se siente que tienen acción práctica sobre los intereses sus­tanciales de todos. Entonces, el verdadero oficio de los partidos es anunciar y poner de manifiesto la suma de verdad que hay en los asertos de cada uno de ellos; y así la gran masa del pueblo, que no pertenece a ningún partido, salvo el partido de su país, puede ser guiada con facilidad e inteligencia en la vía que sigue.

En el progreso de la lucha entre los partidos sucederá con frecuencia que se encuentren muy igualmente equilibra­dos, y que alternativamente tenga cada uno por un tiempo el ascendiente. El primer triunfo de un partido que habitual­mente había estado en minoría, se siente como un presagio de suceso permanente. Se cree entonces que pueden ponerse en práctica las nuevas opiniones, se disuelven las asocia­ciones antiguas, y se da nuevo impulso al nuevo partido. El que estaba acostumbrado a vencer en todo, cae en la mino­ría; y este ejemplo de inestabilidad de poder hace pensar a cada uno, y produce más prudencia y moderación, aun en medio de la lucha de la política”.[8]

Grimke sirvió de fundamento en varias instancias, por ejemplo en 1903 en momentos que se había producido el levantamiento del caudillo nacionalista: “Más de una vez se ha dicho por la prensa que es una anomalía que un solo partido político gobierne el país, y que únicamente puede gobernarse teniendo por base el imperio de la fuerza.

Es una paradoja que necesita comprobación.

En primer lugar, ¿en las democracias no dominan las mayorías?

¿No son ellas uno de los fundamentos del gobierno libre?

La regla de la mayoría, -según la autorizada opinión de Grimke,- no frustra el designio del gobierno, que es repre­sentar los intereses de toda la comunidad, y no solamente de una parte de ella. Por el contrario, es el solo princi­pio calculado para asegurar la felicidad y prosperidad del todo.

Puede sentarse, dice el mismo publicista, como una proposición que admite pocas excepciones: que siempre que una mayoría es competente para cuidar de sus propios inte­reses, puede también serlo para cuidar los de la minoría, desde que todos los prominentes y sustanciales intereses de los menos se hallan comprendidos en los intereses de los más”.[9]

4 - Federico E. Acosta y Lara
Su tesis doctoral fue precisamente “Los Partidos Polí­ticos” siendo publicada en 1884, abordando autores como Bluntschli, Grimke que ya hemos visto, y nuevos como Sthal, Rhomer y Azcárate.

Su visión de los partidos se acerca a las visiones anteriores: “Los partidos representan en la sociedad la opinión de un cierto número de personas respecto de una idea, de un principio o de un sentimiento cualquiera; o lo que es más claro, significan las ideas y los sentimientos diversos que circulan en el seno de los pueblos, y que hay el deseo de hacerlos triunfar en la marcha general del estado”.[10]

Precisando el termino de partido político Acosta y Lara lo enmarca de la siguiente forma: “Comprendemos por parti­dos políticos no tan solo los propiamente tales, los que se ocupan únicamente de la política, sino a los sociales, a los que sin separarse de las esferas de aquélla, tienen sin embargo un campo de acción preferente. Así, por ejemplo, entendemos por partido político, y será objeto de nuestro estudio, el liberalismo considerado bajo el punto de vista político, como  el individualismo o el socialismo conside­rado bajo el punto de vista social.

Creemos que se puede definir el partido político, en el sentido lato que damos a la frase, diciendo que es una fracción de la comunidad cuyos miembros están vinculados entre sí por un interés común y general, que propende a realizar un orden de ideas o de aspiraciones por medio del Estado...

El partido político sólo representa una parte del sentimiento público; una parte de la opinión nacional, y no debe identificarse jamás con el Estado so pena de hacerse culpable de usurpación...

Sus intereses privados han de dirigirse en armonía con los intereses generales; su ideal propio ha de estar subor­dinado al ideal que persigue el Estado. Esto no quiere decir que forme tal unión con el Estado que se identifique con él, ni menos que se vincule tan fuertemente que pierda totalmente la independencia que le es propia y necesaria para el desarrollo de su vida y de sus aptitudes. Se le exige que conserve estricta subordinación a los intereses generales de la sociedad.

Puede combatir, sin embargo, a los otros partidos, pero no desconocerlos, ni por regla general, tratar de destruir­los; y esto porque un partido no puede existir solo en la sociedad, porque significaría tal fenómeno la absoluta unanimidad reinando en el mundo, lo que es imposible; y además, porque la existencia de varios partidos es lo que les da mutuamente ser y vida vigorosa, y conviene por otra parte a la sociedad la existencia de múltiples congregacio­nes, porque éstas tienen que luchar, y de esa lucha, de ese antagonismo perpetuo de las opiniones, surgen robustas las buenas instituciones públicas; pero sobre todo, y conviene insistir en esto, la existencia de varios partidos en lucha, hace que su totalidad y cada miembro de ellos en particular acrecienten su poder y su prestigio, a fuerza de ejercitarse en la lucha difundiendo sus principios con ahínco en el seno de la sociedad; haciéndolos conocer a las muchedumbres indiferentes, las que al fin son movidas a intereses por uno u otro bando, concurriendo así a robuste­cerlos con nuevos elementos morales, inteligentes y decidi­dos”.[11]

Los partidos políticos están lejos de expresar la debilidad o la enfermedad del Estado, todo lo contrario, son una condición de la vigorosa vida política del mismo. Gozándose de libertad política, la vida de la Nación ha de ser necesariamente robusta y poderosa.

5 - Gumersindo de Azcárate
La existencia de los partidos son imprescindibles para el desarrollo del Estado: “...son elementos importantes de su vida regular, lo que quiere decir, que sin ellos el Estado sería una pura abstracción; carecería de robustez y lozanía y sus manifestaciones serían lánguidas y estériles en el terreno de las realidades. Concurriendo los partidos al mantenimiento y desarrollo del Estado”.[12]

En la obra  “El régimen parlamentario en la práctica”, escrita en 1885, Azcárate establecía: “¿Por qué  son los partidos exclusivos e intransigentes los unos con los otros, hasta el punto de arrojar fuera de la legalidad a los más distantes y de conceder a los más afines el derecho de gobernar, tan sólo en teoría y para un plazo indefinido, resistiéndolo después por todos los medios cuando se apro­xima el día de hacerlo valer en la práctica? Porque si de la fuerza de los principios arranca el reconocimiento de la legitimidad de todos y de su capacidad para regir los destinos del poder, procura luego cerrar el acceso al mismo a cuantos puedan disputarlo, desconociendo el valor que todos tienen y el respeto que todos merecen, en cuanto cada uno de ellos es órgano de las aspiraciones de una parte del todo social, cuya representación se mutila a sabiendas con semejantes exclusiones e intolerancias.

¿Por qué se apela a todos los medios para llegar a la esfera del gobierno y para mantenerse en ella, hasta el punto de estimarse como el primer deber del jefe de partido el conseguirlo tan pronto como sea posible y por el camino más corto, aun cuando no sea el mejor ni el debido? Porque se consideran los bandos políticos al modo de armas de guerra para asaltar el alcázar del poder como si éste fuera fin y no medio, y de ahí el contraste que forman la activi­dad y la energía que se desplieguen para alcanzarlo, con la apatía que después se realiza el programa inscripto en la bandera dada al viento en la oposición.

Ahora bien: estos y otros vicios y defectos de los partidos acusan una manifiesta desarmonía entre la teoría y la práctica y una inconsecuencia no menos evidente por parte de las políticas que guían o mandan a aquéllos; por­que, en suma, lo que pasa es que, en principio, se afirma la soberanía del todo social como base de la organización del Estado y se presenta al régimen parlamentario como el único compatible con aquélla y a los partidos como medios necesarios para su ejercicio, y luego resulta que en vez de conducir todo ello, como era de esperar, a la constitución de gobiernos nacionales, engendra, por el contrario, el grave mal de los gobiernos de partidos.

...Un partido en la oposición representa la parte, esto es, el principio, la tendencia o la aspiración que el poder desatiende u olvida; en el poder representa el todo, y por lo mismo, tiene que gobernar con el partido, más para el país, como decía Depretis. Cuando así no lo hace, deja de ser Gobierno nacional para convertirse en Gobierno de partido, dando lugar a una verdadera tiranía en la esfera de las doctrinas, en la política, en la administrativa y en la justicia.

Se engendra una tiranía política, porque los gobiernos de partido, intolerantes con los adversarios y atentos solo a conservarse en el poder, impurifican la fuente principal de que éste emana, falseando las elecciones para tener en los Cuerpos colegisladores una mayoría ficticia y facticia de representantes, que, siéndolo en la apariencia y legal­mente del país, lo son, en realidad de verdad, de los que mandan, con lo cual viene a asentarse el régimen de gobier­no sobre una falsedad y una hipocresía...

Los males que producen los gobiernos de partidos son muchos y muy graves. Con ellos resulta desconocido el fin del Estado, que consiste en la coalición de la justicia, y no en la conquista del poder para una parcialidad política; se desenvuelven la corrupción electoral, la administrativa y la parlamentaria...”.[13]

6 - Editoriales de El Día
Después de haber visto rápidamente estos diferentes autores, es nuestra intención detenernos en algunos de los editoriales de El Día, en los cuales se ven reflejados estos pensadores u otras pautas de teoría política.

Hay para nosotros un axioma en política: que los gobiernos  todos son gobiernos de partido. Recorremos nuestra historia y no encontramos uno solo que no lo sea. Recorremos la de los otros pueblos de nuestro continente y vemos la misma verdad confirmada...

Todas nuestras luchas internas, posteriores a la cons­titución independiente del país, han sido originadas por la aspiración de dar uno u otro color político a los gobier­nos. Todas las luchas intestinas que agitan a los pueblos de América y de Europa tienen origen idéntico.

Entre nosotros mismos, y en esta misma época, puede establecerse como indudable que si el partido blanco logra­ba subir al poder, habría gobierno blanco. Otro tanto puede asegurarse, con la certidumbre de no incurrir en error, con respecto al partido Constitucional: habría Gobierno Consti­tucional. Esa tendencia dejó ver el doctor Ramírez de una manera manifiesta, en el corto período de su Ministerio: siempre que pudo hacer valer su influencia, designó a personas de constitucionalismo no dudoso para ocupar los altos puestos públicos.

No condenamos esa tendencia. Es que el gobierno es el órgano de que se sirve una comunidad política para implan­tar sus ideales en la práctica. Es que esas comunidades políticas, cuando merecen tal nombre, tienen propósitos distintos y solo pueden realizarlos colocando a sus hombres en el gobierno.

La distinción que se hace actualmente en nuestro país entre gobiernos de partido y gobiernos nacionales no tiene razón de ser: todos los gobiernos de partidos son nacionales; todos los gobiernos nacionales son de partido...

Los hombres que tienen aptitudes en la República para ocupar los altos puestos administrativos están afiliados a uno u otro partido. Han meditado sobre las necesidades del país y sobre las cuestiones sociales y políticas de la época, aspiran a ver realizado su ideal, y creen ver o ven realmente en la comunidad de que forman parte, la agrupa­ción que lo profesa y debe darle vida en la práctica. Esos hombres suben un día al poder a realizar sus ideas. ¿No es verdad que buscarán necesariamente el apoyo de los que juzguen que han de prestarles una cooperación más decidida? ¡A no dudarlo!

No se crea por eso que, en nuestro concepto, los go­biernos de la República deben ser exclusivamente partidis­tas, en lo que a la elección de personas se refiere. No. La oposición de ideas entre las fracciones políticas en que está dividido el país no es una oposición bien definida. Los partidos han promulgado sus programas, y ha resultado que esos programas son idénticos, o que por lo menos, presentan mucha semejanza.

Esta circunstancia pone al Gobierno en condiciones de utilizar los servicios de muchos elementos competentes y honrados del partido constitucional, y del blanco, con beneficio para la República. Ella hace también factible la presencia de esos elementos en la administración pública sin traiciones bochornosas al partido a que pertenecen.

Resumiendo: todo Gobierno de la República debe pertene­cer a uno de los tres partidos existentes, esto es, debe ser blanco, constitucional o colorado. Eso no impide, no obstante, que utilice los elementos buenos de los otros partidos.

El Gobierno actual debe llamar a la administración pública, sin distinción de divisa, al mayor número posible en elementos heterogéneos. Es una exigencia excepcional de la época”.[14]

En la lucha interna que Batlle sustenta entre el go­bierno de partido y el gobierno nacional, es indudable que triunfa el primero. Su concepción partidista es el instru­mento concebido como  aglutinador y base sustancial del poder político, al cual siempre volverá como fuente de inspiración.

Han empezado en Montevideo los trabajos de organiza­ción del partido colorado, poderosa colectividad que vive hace tiempo, como las otras que se dividen la opinión pública del país, sin ejercer el legítimo y benéfico influ­jo a que están llamados todos los partidos de las socieda­des democráticas.

No hay que decir, por esto, con cuánta simpatía tiene que ser mirada en la República, toda iniciativa que tienda a romper con las monótonas y estériles formas de nuestra existencia nacional presente, y con cuánto calor debe ser acompañada la obra que se proponga introducir en nuestro estado político la acción transformadora y fecundante de los partidos organizados.

Solo donde rigen gobiernos absolutos, ha podido afir­marse muy bien, es difícil hallar partidos que busquen el triunfo de una idea, aunque sí, por lo común, hay más de una facción formada con el único objeto de derribar al gobierno existente para apoderarse a su turno del poder”.[15]

Una vez desaparecidos los militares del poder, Batlle emprenderá sin ningún tipo de problema su prédica por la organización partidaria. No la limitará sólo  al  partido colorado sino a todas las colectividades, por entender que es a través de su organización, sus programas y de la participación democrática en los mismos que se dará la lucha más favorable para la instalación de un gobierno de partido.

La organización de los partidos tenía un objetivo muy claro en Batlle: éstos serían el instrumento para que una colectividad organizada  de personas, con iguales motiva­ciones e intereses pudiesen acceder al poder y con él lograr las transformaciones sociales y políticas que se entendían necesarias.

Esta concepción sólo se puede entender si analizamos una vieja aspiración de Batlle referida a los partidos políticos, donde pretendía que antes de llegar al gobierno, en éstos se debían nuclear espontánea y libremente ciudada­nos de diferentes extractos sociales, para aplicar una verdadera democracia interna donde las mayorías serían las conductoras pero también las minorías respetadas. 

Todo esto debería de llevar a un mismo sentimiento a los partidos, para comprender que antes que las luchas partidarias o ideológicas debería de existir una unión frente a los supremos intereses de la República. “...Los partidos son la consecuencia a la vez que la garantía de la libertad. Dicho sea esto último por los partidos verdaderos, de principios determinados.

El partido se propone por medio del ejercicio de go­bierno, realizar en la práctica las ideas que entiende deben regir las relaciones del Estado y de sus individuos.

Los partidos son la forma viviente de los ideales que viven en las fracciones del pueblo, y que éstas quisieran ver convertidos en único modo y sistema de ciencia guberna­tiva.
Cuando la libertad sucumbe en un país,  los partidos no pueden preocuparse más de las formas de la libertad en el gobierno, causa de sus fundamentales diferencias; los partidos se proponen entonces y como único objetivo la misma libertad y he aquí por qué ellos, más bien dicho, los ciudadanos que los componen, de los [...] opuestos matices y tendencias, pueden encontrarse como el año 81 en Montevi­deo los redactores de El Heraldo y de La Democracia, lu­chando por un mismo motivo, haciendo uso de las mismas armas, inspirados en idénticos principios.

Los partidos han dejado de ser tales para ser nada más que ciudadanos de una república agobiada por una desgracia común.

Es el mismo caso de las guerras nacionales: los parti­dos entonces suspenden sus hostilidades de los tiempos fecundos de paz; su especial objeto dentro de la nacionali­dad desaparece o se eclipsa temporariamente, pues no habría a qué hablar de diferencias de gobierno, cuando el interés supremo de los propios partidos es el de conservar la integridad de la independencia nacional en peligro.

Pero pasa la guerra, se aleja el despotismo, y los partidos surgen de nuevo, haciendo esfuerzos por resucitar su antiguo vigor, indispensable a la reconstrucción de las instituciones derrotadas”.[16]

Así se reafirma la importancia de la organización de los partidos; “...tanta es la trascendencia del influjo que están destinados a ejercer los partidos políticos en la vida de los Estados modernos que nunca sería bastante detenida la atención que al estudio de semejantes materias quisiese consagrarse.

Una asociación política vive con la vida de sus dife­rentes partidos: suprimir a éstos de la acción republicana, es separar al pueblo de la intervención constante que le está cometida en los negocios de su gobierno, esto es, en la dirección superior de sus propios destinos.

¿Qué significaría una sociedad republicana regida por una administración a la que no inspirase ni diese rumbos absolutamente a ninguna de las tendencias y los anhelos generales?

Un gobierno popular es siempre el resultado de la lucha de los partidos y, por consiguiente del triunfo legítimo de uno de éstos sobre todos los demás. Un gobierno de opinión expresa, pues, la suma preponderante de ciertas aspiracio­nes nacionales; está sostenido por ellas y se comporta según sus indicaciones fundamentales.

Todo gobierno que no tiene detrás de sí un partido, no es, por tanto, merecedor del respeto público, ni es capaz de obtenerlo, ni sirve ni tiene autoridad para regir una nación...

Pero un partido que gobierna, supone otro que lo obser­va, lo fiscaliza, lo estimula. En los países bien regidos, se mantienen siempre así sus agrupaciones políticas en paz.

En todas partes los partidos políticos se preparan con uno o dos años de anticipación a la lucha que ha de decidir  su preponderancia en los comicios del pueblo; en todas partes los partidos alimentan una propaganda diaria y activa en pro de sus ideales, que subsisten en tanto duran ellos como formas necesarias de los progresos continuados de los tiempos.

La buena política ha sido siempre una necesidad primordial del régimen de todas las naciones.

En nuestra patria, como en todas partes, no será posi­ble obtenerla, mientras los partidos no se propongan la misión de producirla”.[17]

Si bien expresáramos que la lucha partidaria es la que permitiría libre y democráticamente acceder al poder, permítasenos plantear que Batlle no concebía un gobierno que no fuera de partido.

Los gobiernos de las naciones mejor regidas son go­biernos de partido. Gobiernos de partido serán siempre y en todas partes, los gobiernos legítimos todos que se propon­gan sincera y enérgicamente el bienestar del pueblo por el cumplimiento de las instituciones patrias.

Apelar a lo que se llama entre nosotros política nacio­nal, es confesar, en el mejor de los casos, ineptitud para el gobierno, sentimientos de debilidad en las fuerzas que han de sostenerlo. ¿Cómo, si un partido ha elevado al poder a un gobernante, se abandonan los ideales de este partido y se busca por medio de la repartición de cargos administra­tivos el apoyo y la inmoral tolerancia de las agrupaciones adversas?

¿No es esto evidenciar que no se tiene fe en la adhe­sión y en la fuerza del partido a que se pertenece; que no se ha ascendido al poder por el esfuerzo de ese partido, que con él no se cuenta de una manera indispensable, cuando con tanta facilidad se le disputa la absoluta dirección del poder administrador del Estado?[18]



[1] Bluntschli, Juan Gaspar- Derecho público univer­sal. Madrid. 1880. págs. 11-13.
[2] Ídem. pág. 271.
[3] Ídem. págs. 311-312.
[4] Lieber, Francisco- La moral aplicada a la políti­ca. Montevideo. 1887. págs. XI-XII.
[5] Ídem. págs. 79-80.
[6] Ídem. pág. 95.
[7] Grimke, Federico- Ciencia y derecho constitucio­nal. Naturaleza y tendencia de las instituciones libres. Tomo I. París. 1870. págs. 126-127.
[8] Ídem. págs. 133-134.
[9] El Partido Colorado. Su estabilidad en el poder. El Día. Mayo, 3 de 1903.
[10] Acosta y Lara, Federico E.- Los partidos políti­cos. Montevideo. 1884. págs. 12-13.
[11] Ídem. págs. 32-35.
[12] Ídem. pág. 132.
[13] Azcárate, Gumersindo de- El Régimen parlamentario en la práctica. Madrid. s/f. págs. 45-50.
[14] Gobierno de partido y gobiernos nacionales. El Día. Marzo, 5 de 1887.
[15] Partidos políticos. Trabajos de organización. El Día. Abril, 14 de 1892.
[16] Los partidos bajo el despotismo. Objeciones infun­dadas. El Día. Setiembre, 6 de 1892.
[17] Necesidades políticas. El Día. Setiembre, 8 de 1892.
[18] Gobierno de partidos. El Día. Setiembre, 20 de 1892.

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