JACOBINISMO
A
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En la sección “Personalidades” del informe anual de la Legación correspondiente al
año 1906, el Ministro inglés Kennedy
hizo estas consideraciones: “El
Presidente de la República, Señor Batlle y Ordóñez,...es un fuerte y fanático
político partidista, para quien la
palabra “conciliación” es ininteligible. Ha sido periodista y en el presente
es propietario de “El Día”, en el que aparecen ocasionalmente artículos
fuertes, amargos y cortantes, que se suponen emanados de su pluma. Antes de
convertirse en Presidente, acostumbró a
vivir mucho entre las clases más bajas, y defiende opiniones socialistas muy
avanzadas, siendo común que se hable de él como de un “Anarquista”. Durante su
período de gobierno, las huelgas fueron frecuentes, y los huelguistas sabían
que podían contar siempre con su respaldo moral y su estímulo en cualquier
conflicto entre el trabajo y el capital. Tiene opiniones anticlericales muy
fuertes, y jamás pierde una oportunidad de desairar al Arzobispo o de volcar su
menosprecio sobre la Iglesia. Ante sus ojos es aceptable toda legislación
anticlerical, como la exclusión de sacerdotes en los hospitales y otras instituciones
públicas, la proyectada ley de divorcio, y la ley de matrimonio civil...”.[1]
Esta corriente de pensamiento se puede
tomar como una continuación del radicalismo, aunque también es cierto que el batllismo arremetió con
fuerza contra la Iglesia, como institución conservadora de la sociedad y contra
su organización, en la que veía una trababa el progreso social.
La postura que asumirá Batlle no será
nueva en el país. Como antecedente de la prédica anticlerical podemos
retrotraernos a la propaganda realizada por El
Siglo: “...combatir la intolerancia
religiosa naturalmente es la propaganda de un periódico liberal como El Siglo.
Y si
combatimos la intolerancia en el terreno de la doctrina, mucho más debemos
combatirla cuando veamos que se quiere llevarla a la práctica, falseando el
sentido natural y genuino de la Legislación.
Hemos
demostrado los abusos que resultarían si al artículo 5º de la Constitución se
le diese la altísima interpretación que pretende atribuirle El Bien Público,
anheloso de someter las leyes civiles a las eclesiásticas, el Estado a la
Iglesia, la sociedad al Syllabus”.[2]
Otra inquietud que ya está presente en
esos momentos es la separación de ambas esferas: “Para el Bien Público es preciso que la Iglesia domine al Estado o que
el Estado domine a la Iglesia. No hay término medio. Si no sucede lo primero,
como sucedía en los bellos tiempos de la Edad Media y como los amigos de El
Bien quisieran que sucediese ahora, es preciso que suceda lo segundo”.[3]
Era necesario cambiar la mentalidad del
uruguayo, no sólo en el plano económico sino en todas las esferas, pretendiendo
lograr una nueva cosmovisión, donde
la gente se abriera al mundo, para dejar de lado las ataduras del pasado. Para
muchos Batlle parecerá como un reverente irrespetuoso con la Iglesia, para él, la Biblia no justificaba nada. Uno
de los ejemplos más típicos es en momentos
de su juramento como presidente de la República, que ya hemos visto en el
radicalismo.
El anticlericalismo de esa época se ve en
muchos de los artículos de El Día, algunos muy duros como: “Un cura infame. Niño de siete años violado
por él, en un asilo religioso”, enero de 1914.
Se llega al punto de comparar las huelgas
obreras de 1905 con el movimiento de 1789: “La
revolución francesa, esa grande y deslumbrante explosión que tendía no sólo a la reivindicación política, sino a
la reivindicación social del género humano, se excedió en ciertos momentos hasta el desborde. ¿Por qué? Porque fue un
estallido de fuerzas populares ...largos siglos oprimidas
...porque operó por medio de la reacción violenta ...lo que hubo de operarse
por medio de la evolución lenta y tranquila; porque encontró vallas y
obstinaciones en la realeza y el clero, en lugar de hallar concesiones
generosas y espontáneos desprendimientos...”.[4]
Nuestro país tiene en su historia un largo
proceso de secularización, mezcla entre jacobinismo y pensamiento liberal, que
llegará a su fin en la separación de la Iglesia y el Estado en 1919.
Referente al tema de la resurrección de
Cristo, El Día publica el 16 de abril
de1892, firmado bajo el seudónimo JUDAS:
“Hoy conmemoramos los católicos, con
estruendoso júbilo, la resurrección de Jesús Cristo. Para ellos es un milagro
el nacimiento del Mesías, milagro en que sólo podría creer el bueno de José; y
es también un milagro su muerte, o,
mejor dicho, su resurrección. Con respecto a lo primero, no habría que
esforzarse mucho para hacer murmurar al pueblo, por la naturaleza maldiciente,
de la fidelidad conyugal de María. Con respecto a lo segundo, aún cuando los
niños y las viejas creen todavía en los aparecidos, los hombres razonables
juzgan que los que después de muertos logran salir del sepulcro es porque sólo
han padecido un síncope o un letargo.
Jesús
resucito: he ahí un fenómeno que no debemos admitir como verdadero, en tanto
que no obtengamos la certidumbre de que no podemos incurrir en error aceptando
como tal. Sale de la órbita de los conocimientos ordinarios y debe ser, por
consecuencia, perfectamente constatado para que en él se crea. ¿Han probado los
católicos la existencia de ese fenómeno? Vamos a verlo.
Para
que la resurrección haya tenido lugar realmente, es necesario que Jesús hubiera
muerto. Y es lo que no se prueba, ni se probará jamás. Jesús no murió en la
Cruz. Hay numerosas razones para suponerlo, ya que no basta para probar este aserto, el hecho
constatado de que se le viese vivo después de su martirio.
Continuemos.
El martirio de la crucificación estaba bien calculado. Los que eran condenados
a sufrirlo vivían un día completo y aún más, pendientes de aquel madero
infamante, que después de Jesús ha sido el símbolo de la redención del hombre,
y morían apurando lentamente el cáliz de los más crueles dolores. Jesús vivió
sólo algunas horas… Afirman algunos que la hiel y el vinagre de la leyenda eran
un narcótico… ¿No es verdad que hay derecho a suponer que esa afirmación sea
exacta? ¿No es verdad que sus discípulos y numerosos parciales debieron
intentarlo todo para salvar su vida? ¿No es verdad que una muerte ficticia era
el mejor medio de liberarlo de la cruz y de las persecuciones del populacho,
para siempre?
Más
aún. Era costumbre romper a mazazos las piernas y los brazos de los condenados
y Jesús fue dispensado de ese martirio. ¿Por qué? ¿No era el preferido del odio
del pueblo? ¿No se le miraba con mayor rencor que los verdaderos criminales?
Era sin duda que los confabulados, para arrancarle de los brazos de la muerte
habían trabajado con ardor para evitarle aquella tortura que dejaría su cuerpo
destrozado para siempre. Era, sin duda, que entre los que mandaban en aquellos
tiempos, los confabulados, tenían cómplices poderosos, y que éstos hacían con
Jesús excepciones indispensables para que la vida que se trataba de conservarle
no fuera para él una carga.
Otra
excepción se hizo con Cristo. Fue descolgado de la cruz así que hubo agonizado.
¿Qué prisa había? ¿Se temías acaso que el narcótico dejara de producir su
efecto? ¿Había una hora señalada para el secuestro y se aproximaba la hora? ¿O
se quería ahorrar al cuerpo vivo y aletargado el martirio de la oprobiosa cruz?
Ya
corría en Jerusalem el rumor de que el cuerpo de Jesús Cristo sería arrebatado
por sus discípulos, del sepulcro. Los escribas y fariseos solicitaron de
Pilatos el auxilio de los pretorianos para guardarlo. Este se negó a
concederlo, y el sepulcro fue custodiado por los guardias del templo, que
escribas y fariseos colocaron allí. Pero ellos cayeron en profundo sueño y
cuando despertaron la losa funeraria había sido levantada y el cuerpo de Jesús
no estaba en su tumba.
¿Por
qué sobrevino aquel pesado sueño a todos los guardianes del sepulcro? ¿No
obraría en ellos el mismo tóxico que hizo dormir a Cristo en la cruz misma?
¿Puede creerse que se durmieron naturalmente en aquellos tiempos de
supersticiones, hombres que esperaban de un momento a otro ver salir a un
muerto del sepulcro y que estaban allí comisionados para detenerlo?
Al
tercer día, Jesús Cristo apareció vivo y sus discípulos pudieron verlo y
tocarlo. ¿No es verdad que esto solo, bien constatado, basta para alejar la
convicción de que no murió en la cruz?
Milagro
y grande hubiera sido que estando su cuerpo putrefacto, y guardado allí aún por
los soldados del templo, anduviese él de vista en casa de sus correligionario.
Pero eso no era así: el cuerpo había sido secuestrado y no era otro que el que
Jesús traía…
La
resurrección, pues, parece no ser otra cosa que un grosero embuste urdido por
la malicia de unos y acreditado por la simplicidad y la superstición de los
más. Sólo otro, también católico, puede compararse con éste: el que le endosó
María al cándido de José sobre sus relaciones con el Espíritu Santo.
Jesús
desapareció después de todo esto. Era indudable que él no podía ya vivir en los
parajes que había frecuentado y era por todos conocidos. ¿Adónde fue, pues? Se
supone que el amor a la predicación de sus grandes ideas de caridad y de
justicia lo llevó a Roma, y que allí vivió con un nombre supuesto, en las
catacumbas, predicando su propia religión a los primeros cristianos, hasta que murió, al cabo de algunos años, tísico”.[5] El mismo artículo
se publicará nuevamente el 17 de abril de 1906.
Un tema que produjo una importante
reacción por parte de la Iglesia fue la decisión de eliminar los crucifijos de
las dependencias del Estado.
Por tal medida se realizaron meetings en protesta: “Lo resuelto por la Comisión de Caridad, pues
no podía dar lugar a ninguna
manifestación de protesta colectiva por parte de ninguna corporación o asamblea
de católicos. Estos podrían sin duda, considerar lesionados los intereses de su
religión, que están acostumbrados a imponerla a las almas por todos los medios,
menos por los del convencimiento; pero no tienen razón ninguna para quejarse
abierta y públicamente, dado que siendo una medida justa e inatacable, que
respeta y ampara los derechos y las creencias de todos, por igual, sin atacar
los de ninguna, no hay motivo para acusar a nadie de atropellos ni de
injusticias.
Sin
embargo, los católicos, guiados al parecer por los manejos invisibles de la
curia y hasta del arzobispado, no se han limitado a manifestar su
disconformidad con la resolución adoptada, sino que se han ido un poco más
allá. Aprovechando el celo religioso de nuestras damas, han concitado la
reunión de una numerosa asamblea femenina con el objeto de protestar de una
manera ruidosa, llamativa e impresionante, contra el retiro de los crucifijos
de las paredes del Hospital y demás casas de caridad”.[6]
La iniciativa asumida por las mujeres
católicas fue vista por El Día de la
siguiente manera: “Ha comenzado ya a
tener cumplimiento entre las damas de alto linaje de la sociedad montevideana,
lo resuelto el sábado en el meeting celebrado en el Club Católico. Las cruces
con la imagen del profeta galileo han comenzado a ser objeto de la pomposa
ostentación y a mostrarse en los paseos acusando el fervor religioso de quienes
las llevan. Es sabido que en casi todas estas sociedades latinas, cuya
aristocracia incipiente lucha por destacarse por actos que señalen en las costumbres
la huella del abolengo, el entusiasmo religioso, más bien dicho, cierta
ostentación de la fe católica se considera acto de buen tono social. De aquí el
apresuramiento en ejecutar de inmediato la decisión del meeting femenino
celebrado en el Club Católico”.[7] Se vio como una contradicción la medida tomada
por las damas de Montevideo de llevar un crucifijo en el pecho durante un año
para sacárselo el día de los festivales. No
es un desagravio a Cristo recordarlo durante ciertos días de ese año
para olvidar el agravio en los teatros y en los salones.
Otro artículo contra la Iglesia será el de
La
ira arzobispal: “Al señor
Arzobispo de Montevideo parece no bastarle el haber oficiado en misa de
pontifical en honor de las ruidosas manifestaciones de protesta, producidas con
motivo de la supresión de las imágenes religiosas en las paredes de las casas
dependientes de la Comisión Nacional de Caridad. Y por cierto que debía
haberle bastado. Resultaba ya bastante chocante que un dignatario del estado,
pagado por el estado, y nombrado también con intervención del estado, se alzara
con el santo y la limosna, en ejercicio de las funciones de la propia dignidad
de que está investido, contra resoluciones y fallos de autoridades que, como la
Comisión Nacional de Caridad, son órgano del mismo estado.
El
señor Arzobispo se ha ido mucho más allá. Anoche, congregando su grey de
feligreses de ambos sexos en el local del Club Católico, pronunció un discurso bélico político, en el
cual se desmandó hasta calificar de multitud exaltada, indigna, inconsciente,
feroz y otros epítetos por el estilo a los que en uso de sus atribuciones
legales de funcionarios han tomado aquellas medidas que juzgaban compatibles
con la más estricta libertad de conciencia.
No
nos extraña el tono desmesurado que usa el pastor de nuestra iglesia para
juzgar la conducta de sus adversarios porque de antiguo estamos acostumbrados a
ver que precisamente quienes se llaman predicadores de una religión que alardea
de mansedumbre, de dulzura y de piedad evangélica, son los que demuestran en
todos los casos mayor exaltación en las pasiones y peor incontinencia en las
injurias; pero sí nos extraña, o debe por lo menos extrañarnos, que el señor
arzobispo, alto dignatario del estado, juzgue con palabras tan descomedidas y
acerbas, medidas que emanan de autoridades del mismo estado.
...no
es más que una falsedad. Las medidas adoptadas por la Comisión de Caridad tienden
precisamente a asegurar la libertad de creencias de todos los asilados en sus
hospicios, bien sean ellos los católicos más ardientes. ¿Acaso se le priva a
nadie, después de puestas en vigencias las nuevas medidas, que profese el culto
que le plazca, que reciba los auxilios de su religión, que tenga sobre su lecho
las imágenes divinas que se le ocurra? Se clama contra el despojo de los
Cristos de las paredes del hospital, y se quiere ver en eso un agravio directo
a la religión y una ofensa a la imagen misma del profeta galileo. Se quiere ver más: se quiere
ver el destierro absoluto e inexorable del símbolo cristiano, y la consiguiente
privación de él para los que creen. Pero ¿acaso hay algún enfermo a quien se
le prive la imagen de Jesús crucificado si es que voluntariamente quiere
tenerla consigo? La Comisión de Caridad, pagando noble y elevado tributo a la
libertad de creencias, suprimió el Cristo grande de las paredes de las salas,
porque en dichas salas podía haber y los hay sin duda, muchos enfermos aunque
sean solamente algunos, a quienes repugnará o violentará recibir la caridad
pública, no amplia y generosa como debe ser, sino con el emblema de una secta o
religión positiva a la cual no estuviera afiliado. Pero no por eso la Comisión
de Caridad violenta los sentimientos de nadie ni tortura su conciencia hasta el
punto de impedir que a solas recoja su espíritu y encuentre lenitivo moral a
sus dolores con la contemplación o la veneración de sus imágenes sagradas. No
podrá nunca citarse el caso de un solo enfermo o asilado a quien se haya prohibido
tener consigo un crucifijo o cualquier otro
símbolo religioso, si ha querido tenerlo”.[8]
Se cuestionará duramente al arzobispo
desde las páginas de El Día: “... ¿Cuál podía ser para este arzobispo el deber
de los católicos en la hora presente? Era lo que debía decirnos. Los católicos
son, ante todo, ciudadanos o habitantes del país, y como todos están obligados
a respetar y a cumplir sus leyes y a deber obediencia a los mandatos legítimos
de la autoridad; los católicos, por otra parte, son miembros de una religión
eminentemente aristocrática y jerárquica, y como tales deben obediencia a sus
prelados y jefes espirituales, obediencia tan absoluta que un concilio famoso
la incorporó a los dogmas de la iglesia, y ese dogma subsiste y es conocido con
la denominación de “infalibilidad del Papa”.
¿Qué
aconsejaría el señor arzobispo?, nos preguntamos. ¿El cumplimiento del deber de
los ciudadanos uruguayos o el deber de los ciudadanos de la milicia Romana? Lo primero no podía ser
otra cosa que la manifestación clara y categórica de que todos los católicos
del país debían cumplir y respetar los preceptos de las leyes y las
resoluciones legítimas del poder público; lo segundo no podría ser otra cosa
que la incitación, más o menos disimulada, a la desobediencia y al desprecio
de las leyes y a la resistencia subversiva a las autoridades. Lo primero no lo
diría el señor arzobispo, estábamos seguro. Lo segundo hubiera sido digno de
oírse.
Pero
S.E. arzobispal no fue ni a uno ni a otro extremo. Por soberbia se desentendió
de lo primero, y por irresolución de lo último. De esta manera, cuando después
de una fatigosa lectura, hubimos concluido la pastoral, y nos preguntamos cuál
era “el deber de la hora presente” que señalaba a los católicos el jefe de
nuestra milicia eclesiástica, no encontramos por respuesta otros consejos que
los siguientes: la oración y la comunión frecuente, si es posible diaria.
He
aquí, según el señor Arzobispo, todo el deber de los católicos en la hora
presente: nada más que orar y comulgar. ¿Valía la pena para semejante consejo,
hablar con tanta solemnidad y tan pomposo recogimiento de peligros,
persecuciones, violencias, atentados y tanto dislate por el estilo con que se
nos ha venido aturdiendo los oídos?”[9]
Al finalizar su primera presidencia la Revista Librepensamiento saludó a
Batlle de la siguiente manera: “Es justo
decir que el Presidente Batlle y Ordóñez ha sido el más liberal, en sus
propósitos y en sus obras, de todos los gobiernos que el país ha tenido: que a
ese título todos los librepensadores le debemos inmensa gratitud...
Durante
su administración, la influencia del clero ha quedado reducida a algo
insignificante e impalpable, y a nada su intervención en la gestión de los
negocios públicos. La antigua práctica de hacer figurar la religión en algunas
solemnidades oficiales quedó de hecho interrumpida y olvidada. Los Te-Deum, las
misas, las procesiones, con aparatosidad de funcionarios de etiquetas, casi
todo eso es calenda griega. Y malo es para un culto cuando un detalle cae en
desuso. Otra innovación, de doble beneficio, moral y material, debemos a la
administración del señor Batlle: las subvenciones y donaciones para erección de
capillas, iglesias, etc., salvo las que eran impuestas por las leyes, quedaron
suprimidas; también la subvención al Seminario de los Jesuitas, maestros
preparadores del clero nacional. Esta medida la tomó el Parlamento pero la
secundó el Ejecutivo. Igual actitud asumió en la cuestión del divorcio, cuya
solución alentó, incluyéndola en los asuntos de período extraordinario de las
sesiones parlamentarias...
Unos
de los pasos que en el sentido del progreso liberal más influencia está
llamado a tener y ha tenido ya es el que dio el presidente Batlle en Agosto de
1905 en la integración de la Comisión Nacional de Caridad. El aporte de siete
miembros caracterizadamente liberales al seno de esa Comisión de marcha casi
siempre ultraconservadora y reaccionaria, representó un vuelco completo en las
obras de asistencia pública...
Los
establecimientos de la asistencia pública eran como prolongación de los
edificios religiosos, con sus rezos, sus lecturas piadosas, sus altares, sus
imágenes. Con el cambio de dirección operado en la Comisión Nacional, todo eso
ha variado... Tales resultados de un alcance invalorable son debidos a la
decisión del ex-gobernante que, en el poder, hizo carne las ideas de
liberalismo que había definido en la llanura.
Pero
aún, sin particularizar las observaciones y los recuerdos, cabe afirmar que la
obra del señor Batlle y Ordóñez en su conjunto se caracteriza por un
desprendimiento absoluto de toda concesión y de toda complacencia hacia las
influencias religiosas. Toleró todo lo que debía tolerar con sujeción a leyes
establecidas antaño cuando predominaban aquellas influencias, pero prometió con
el peso de su innegable autoridad moral impulsar los progresos y las
transformaciones en el sentido del predominio pleno del poder civil y laico”.[10]
El último paso que dará el Estado será la
separación definitiva con la Iglesia, pero previo a ello veamos cómo se
secularizaron los feriados religiosos: “Los
católicos no pueden resignarse a la idea de que el Estado laico, es decir, el
Estado que no abraza ni profesa oficialmente ninguna religión, debe excluir
radical y efectivamente de su calendario todas las festividades que tienen un
origen sectario o religioso...
...En el nuevo régimen institucional creado por la
reforma de nuestra carta magna, los católicos podrán festejar los grandes días
de su iglesia, dándoles en sus templos o en sus hogares toda la resonancia que
deseen; pero no lograrán que el Estado prestigie aquellas celebraciones, que
constituyen a lo más, deberes del fuero interno de los creyentes, pero no
obligaciones ineludible que puedan ser decretadas e impuestas al conjunto
social, en el que figuran tantos descreídos, tantos indiferentes y tantos
adversarios de la iglesia”.[11] Recién el 23 de octubre de
1919 se secularizan los feriados:
v
6
de enero, día de reyes, pasó a ser Día de los Niños.
v
8
de diciembre, día de la Virgen, día de las Playas.
v
25
de diciembre, Navidad, Fiesta de la Familia.
v
Semana
Santa, Semana de Turismo.
En la cuestión religiosa como se
denominaba en su momento, se entendía que solamente en los pueblos bárbaros no
ocurría. En estos no había cuestión religiosa porque el fanatismo los dominaba:
“negar la existencia de la cuestión
religiosa, lo mismo entre nosotros que en los medios de organización social más
perfecta, es un gravísimo error... En todo el mundo la cuestión religiosa está
en el cartel. En España, Canalejas la promovió de inmediato al hacerse cargo
del gobierno, y se tradujo en muchos conflictos con el Pontífice Infalible; en
Alemania, el grupo católico parlamentario se ha identificado al grupo
conservador para sostener la política imperial contra los liberales en
incesante incremento popular; en Inglaterra, la cuestión religiosa se removió
con motivo del juramento del nuevo Rey Jorge V; en Italia la cuestión religiosa
está planteada desde la capitalización de Roma; en Portugal, surgió la
República de una cuestión a la vez política y religiosa y su acción inicial fue
destinada a abatir el poder abusivo del Papa en el gobierno propio; en Bélgica,
el catolicismo provoca una lucha permanente que repercute en los conflictos
políticos y a veces los determina. ¿Y acaso es necesario hablar de Francia, la
primera de las naciones latinas, la primera de todas las naciones por el coraje
estupendo con que señala a la humanidad en todas las épocas el rumbo de la
libertad y de la cultura más intensa?”[12]
La separación de la Iglesia y el Estado
tendrá un proceso que podremos ver claramente con José Pedro Varela y luego con
Carlos María Ramírez en 1871.
Desde la primera presidencia de Batlle
comienza a verse la necesidad de reformar el Artículo 5º de nuestra Constitución:
“...Creemos que no puede pasar en
silencio la redacción del artículo 5º de nuestra ley fundamental estableciendo
que la religión del Estado es la Católica Apostólica Romana. Si desde el punto
de vista político hay modificaciones de alto interés nacional que realizar,
bajo la faz social y moral tiene, para nosotros, la disposición citada tanto
alcance y significación como las mayores deficiencias de otro orden que se
trata de subsanar.
En
los dominios teóricos de la ciencia constitucional es hoy un postulado el
principio de la iglesia libre en el Estado libre. Se ha aceptado esa conclusión
en nombre de la justicia, en nombre de la libertad, en nombre de las reglas
esenciales que deben regir las relaciones del individuo y del Estado. No
venimos, pues a sustentar una doctrina basada en el ateísmo o en la
intransigencia filosófica”.[13]
Se entendía que dicho artículo era
inconciliable con el progreso de la razón pública y se debía de abordar
inmediatamente. “Es un precepto exótico
en nuestro medio, es un concepto reñido con nuestras costumbres y nuestros
derechos, es un principio sólo concebible y solo aplicable en la era pagana, en
la religión y la política, confundidas en una orgánica individualización del
poder, no hacía distingos dogmáticos en la conciencia y en la voluntad de los
pueblos”.[14]
La concepción del Estado moderno implicaba
que el mismo fuera laico: “...Una de dos:
o el Estado laico es una necesidad de nuestra democracia, una aspiración de
todo espíritu redimido de la sacristía, un postulado definitivo de la libertad
personal; y en tal caso no se puede admitir otro camino que el de realizar ese
postulado, esa aspiración o esa necesidad para librar cada Iglesia a sus
esfuerzos y al Estado a sus fines puramente laicos; o se conceptúa que eso no
tiene mayor importancia, que lo mismo es separar la Iglesia del Estado que
dejarlos juntos...”.[15]
Intervención oportuna.
El primer divorcio (Sin mutuo consentimiento)
El Día, 4 de Abril de 1907. Nota gráfica de Carolus.
Se entendía que el Estado no puede ni debe
tener una religión, sino que su obligación es hacer respetar a todos sus
componentes en la libre práctica de sus cultos. “...El Estado no puede tener interés en que una creencia cualquiera
prepondere sobre otras, haciendo proselitismo a base de leyes tutelares que la
impulsen y favorezcan. En este punto, su neutralidad debe ser absoluta. Cada
ciudadano es libre de profesar las ideas que conceptúe mejores, pero no puede
pretender que la colectividad se embandere en su propia fe y la anteponga a la
que han abrazado los demás ciudadanos”.[16]
Batlle tomó la iniciativa en el tema,
fundamentando el proyecto, que fue refrendado por el Ministro del Interior, Dr.
Pedro Manini Ríos: “Después de las
deliberaciones y vacilaciones con que nuestros constituyentes, desechando las
fórmulas extremas y términos absolutos, llegaron a la redacción del mencionado
artículo, cabe afirmar que en aquella preclara asamblea predominó el criterio
liberal de Ellauri, quien, como única concesión a las ideas dominantes de la
época y a la herencia tradicional de la
colonia, aceptó la consagración escrita del principio de la Religión del Estado
en términos que supone acordar a la Iglesia Católica preeminencias morales y
ventajas pecuniarias, pero no dominio civil, ni poder político propios e
incoercibles que pudieran necesariamente escapar a los dictados de la
legislación ordinaria...
Al
darse otra interpretación al artículo constitucional de la referencia, la casi
totalidad de nuestras conquistas laicas se habrían detenido ante su
infranqueable barrera.
Ni
la secularización de los cementerios, ni el Registro de Estado Civil, ni el
matrimonio civil obligatorio, ni la ley de conventos, ni las leyes de divorcio,
ni la supresión de enseñanza religiosa, ni la laicidad de la asistencia
pública, ninguna de las reformas liberales que han hecho destacar nuestra
legislación como la más avanzada de los pueblos de América, habría podido
obtenerse si se hubiera dado al artículo 5 de la Constitución otro alcance que
el de una declaración que en nada puede comprometer los fueros civiles y
temporales del Estado”.[17]
Otro hecho curiosísimo fue el ocurrido en
1914: “La carta que el Papa ha dirigido a
nuestro Presidente, dándole cuenta de su ascensión y enviándole, con ese
motivo, la bendición apostólica, ha provocado muchas sonrisas, ya que nadie
ignora que el actual Presidente ha sido puesto en el “índex” por los buenos
católicos de este país, donde prosperan las más atrevidas herejías.
Papa Benedicto XV
|
El Papa se ha equivocado, sin duda, lo que no tiene
perdón para quien debe ser infalible. Y este error, al iniciar su Pontificado,
ha de inspirar serias desconfianzas en la grey católica de estos lugares, la
cual pensará que Benedicto XV, con poseer todos los destellos de la luz divina,
no ha caído en la cuenta de que nuestro primer magistrado ha tiempo que no
comulga con supersticiones.
Por
otra parte, llama la atención, en la epístola, el hecho de que el Papa se tome
la libertad de tutear a una persona que no conoce, lo que constituye, fuera de
duda, una irrespetuosidad...
Benedicto
XV no duda de que los intereses católicos tendrán en nuestro Presidente un
defensor y sostenedor. También en esto el Papa anda errado, pues siendo
antagónicos los intereses católicos con los del país y la civilización, mal
puede esperarse de nuestro primer mandatario lo que el Papa desea.
Ignoramos
lo que nuestros católicos dirán en cuanto a la epístola de Benedicto y a la
bendición de que es vehículo, ambas inoficiosas e inútiles. Pero, dado el
respeto que tienen por su Jefe, podemos asegurar que, incapaces de enmendarle
la plana al Infalible, se limitarán a meter violín en bolsa.
Lamentamos
el “lapsus” del Papa”.[18]
[1] Barrán, José Pedro- Nahum, Benjamín- Batlle, los estancieros y el Imperio
Británico. Tomo II. Un diálogo difícil. 1903-1910. Montevideo. 1985. pág.
352.
[2] La intolerancia religiosa. El Siglo. Noviembre, 21 de 1878.
[3] La Iglesia y el Estado. El Siglo.
Diciembre, 12 de 1878.
[4] Alrededor de las huelgas. El Día. Junio, 21 de 1905.
[5] La resurrección. El Día.
Abril, 16 de 1892.
[7] El desagravio mutilado. El Día. Julio, 17 de 1906.
[8] La ira arzobispal... El Día. Agosto, 8 de 1906.
[9] El arzobispo sedicioso... El Día. Setiembre, 3 de 1906.
[10] Batlle y la libertad de creencia. Revista Libre pensamiento. Marzo. 1907.
[11] Las fiestas religiosas. El Día. Diciembre, 30 de 1918.
[12] Cuestión religiosa. El Día. Diciembre, 5 de 1911.
[13] Separación de la Iglesia y el Estado. Una
reforma que se impone. El Día.
Junio, 12 de 1903.
[14] La Iglesia y el Estado. El Día. Diciembre, 1º de 1908.
[15] El Estado y la Iglesia. El Día. Julio, 1º de 1911.
[16] El Estado y las Iglesias. El Día. Junio, 18 de 1917.
[17] D.S.C.R. Tomo 209. Mayo, 9 de 1911. pág.
310.
[18] Un "lapsus" del Papa. El Día. Octubre, 8 de 1914.
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