LIBERALISMO
E
|
l liberalismo en la política está regido
por la idea de libertad, la sociedad debe estar basada en ella.
Después de la Batalla
de Carpintería (1886), las ideas
se polarizan en torno a dos conceptos
fundamentales, diferenciadores de las colectividades en ciernes. Por un lado
quienes verán en la autoridad el único medio de estabilización, con Rosas y
Oribe a la cabeza pugnando por restaurar el régimen existente durante la
dominación española. Por otro, quienes desde 1820 creen sólo en la libertad y
son defensores de la Revolución emancipadora, los colorados liberales.
Durante la Defensa de Montevideo se entra en el período de ebullición
ideológica, donde convergen las ideas “garibaldinas”
y las socialistas de Fourier.
Por su parte Melchor Pacheco y Obes jugará
un importante papel bregando por la
libertad de los esclavos, por la instrucción, la cultura, el bienestar popular
y la igualdad social. Siendo su posición anticaudillista la de no olvidarse de
amparar a los opositores.
En su ideario se advierte un proyecto de
país que se plasmará en los años del batllismo, pero que en lo esencial aparece
en germen en los años de su dictadura ministerial.
Cuando Batlle ocupaba la dirección del
diario La Razón con Daniel Gil, el 8 de abril de 1885 establecieron en
un editorial titulado Doctrinas liberales y actos liberalescos:
“La lucha es el estado permanente de la
vida y la condición ineludible del progreso. Solo merced a ella es que la
humanidad avanza a la realización de sus destinos.
Cuando
en esa lucha se encuentran en conflicto intereses encontrados, las sociedades
cultas resuelven el litigio con el criterio elevado de la justicia. ¡Ay del que
cegado por el egoísmo o la pasión lo desconozca o viole! La victoria de un día
será precursora de la derrota del siguiente, porque en las leyes que gobiernan
el mundo, todo ataque al derecho provoca necesariamente una reacción y castiga
al agresor injusto.
Esta
diferencia no nace seguramente de la mayor pasión o convencimiento en los unos
que en los otros. Su origen debe buscarse en los principios opuestos que
profesan las dos escuelas. La Iglesia católica tiene por divisa: el que no está
conmigo, es mi enemigo; fuera de la Iglesia no hay salvación. La causa liberal
podría adoptar la noble divisa del polaco: por nuestra libertad y por la
vuestra.
No
permitamos, por Dios, que el pseudo-liberalismo de los hombres del poder
mistifique la opinión pública hasta el punto de debilitar en los mismos
liberales la noción y el sentimiento de la justicia. La causa liberal uruguaya,
de muchos años atrás, ha tenido la gloria de haber combatido en lucha franca y
noble, con armas leales, sin haber sido ni tiránica ni opresora. Esforcémonos
por conservar esa honrosa tradición, y que la victoria que corone nuestros
trabajos no sea manchada por ningún abuso de fuerza, ni por complacencia alguna
con los que pretenden usurpar nuestra hermosa bandera con miras egoístas y
reprobadas”.[1]
El liberalismo coincide con el período de
Máximo Santos (1880-1886), no significando que antes no existiera en el país.
Debemos entender que el racionalismo anterior a los 80, era una forma de liberalismo
religioso, de la misma manera que el liberalismo de los 80 es un racionalismo
religioso.
Dentro de dicho período y desde La Razón, Batlle se enfrentara a Santos:
“Unos de los efectos más funestos y por
desgracia más duraderos que producen las dominaciones personales, es el de
pervertir la conciencia de los ciudadanos y rebajar el carácter moral del
pueblo.
Todo
gobierno, bueno o malo, ejerce en la educación para la vida cívica de sus
gobiernos, una influencia que es saludable o fatal, según sea el principio en
que el gobierno se basa y la conducta que los gobernantes observan.
El
más profundo de los constitucionalistas ingleses, el célebre Stuart Mill, de
uno de cuyos libros se ha dicho que es el manual de la libertad, afirma que el
criterio más seguro para apreciar la bondad de un gobierno es la medida en que
contribuye a desarrollar en los ciudadanos las aptitudes necesarias para el
ejercicio de sus derechos”.[2]
El liberalismo hasta el tercer cuarto del
siglo XIX, tenía una connotación política, había sido empleado en movimientos
políticos o periodísticos, el Club
Liberal (1863), El Siglo (1863).
Obelisco que recuerda el 20 de Setiembre,
en el predio del
Hospital Italiano. Montevideo.
|
Todos los años, el
20
de Setiembre era fecha de festividad para el movimiento liberal, era
la resurrección del liberalismo: “...La
Unión Liberal... glorioso aniversario de la entrada en Roma de las tropas
italianas. Ese día podrán darse cuenta exacta nuestros adversarios del número y
la importancia de las fuerzas liberales entre nosotros, cuando vean moverse
lentamente por la calles de la capital la inmensa columna de los amigos de la
libertad y del progreso”.[3]
De esta forma se vivía en Montevideo tal
fecha: “Dos grandes aniversarios señala
la fecha de mañana en los gloriosos fastos humanos: la unidad nacional y
definitiva independencia política de un pueblo, el pueblo de Italia, y el
definitivo derrumbamiento del poder temporal de los Papas, sobre la misma
Italia establecido.
Conquista
lenta, penosa y heroica fue la del partido nacional italiano que inspira, en la
fraccionada y dividida Península, el alto genio de Mazzini, que defendió con su
espada y robusteció con su noble ardor y decisión indómita Garibaldi...
...Pronuncia
Víctor Manuel las famosas palabras aquí estamos y de aquí no saldremos, y,
sobre las ruinas humeantes del poder temporal de la Iglesia, proclama la
libertad italiana y la absoluta y final emancipación de las conciencias
cristianas, que gimieron doloroso cautiverio bajo la tutela de los Papas,
señores de príncipes y déspotas implacables de los pueblos, a quienes
asombraron en otro tiempo con sus crímenes, exterminación con sus guerras, y
llenaron de expoliaciones, desolación y miseria, siempre con el símbolo de la
cruz por delante, y en el nombre santificado de Dios”.[4]
Los liberales entendían que el
clericalismo no se identifica con el catolicismo; por lo que la lucha quiere
ser política y no filosófica, lo que se ataca no es la creencia católica dogmática,
sino la acción social de la Iglesia.
Rápidamente se comenzó a asociar al Partido Colorado con el liberalismo,
tomándolo como sinónimo. “El partido
colorado es ante todo liberal; partido liberal o colorado, él mismo
indistintamente se denomina, y no sería posible hallar hoy otro en la
República, a quien con más verdad el calificativo le cupiera.
¡Dios mio! ¡Dios
mio! ¿Por que me has abandonado?
El Día. Abril, 17 de 1908
Nota gráfica por
Carolus
|
Pero este partido liberal es lo cierto que no está
perfectamente definido; aunque su masa sea una y bien determinada, cuéntanse en
su seno individualidades de los más diferentes matices y opuestas tendencias.
Un partido liberal es evidente que no puede mantener en sus filas personas
afiliadas a la Iglesia católica, por ejemplo; hay no obstante individuos
católicos que no se llaman colorados, y hay también hombres que sirven a todos
los despotismos y degradaciones que humillan las alturas del poder y que
visten después muy orondos la divisa de un partido de libertad contra cuya
honradez y representación viven eternamente conspirando. Y no vacilamos en
agregar que hay, además, en las filas de otros partidos algunos liberales de
corazón que no pueden ser más que colorados, una vez precisadas las cosas”.[5]
A partir de 1900 en mayor o menor medida,
según los momentos y las circunstancias, El
Siglo, La Razón y El Día, eran los grandes diarios
políticos liberales. A partir de la segunda presidencia de Batlle, El Día pasó a ser el diario liberal por
excelencia.
Al terminar su primera presidencia Batlle,
la prensa argentina de Tucumán “El
Italiano” establecía: “El señor
Batlle y Ordóñez ha sido el amigo sincero del elemento extranjero en aquel país
y su gobierno ha batido el “record” del liberalismo dentro de aquellas
fronteras”.[6]
El batllismo políticamente es una
corriente liberal, con una profunda veta de georgismo,
a este último lo veremos en forma
separada.
El liberalismo en el pensamiento político
de Batlle se manifiesta de la siguiente forma: “La oposición sostiene todos los días que cuenta con la opinión pública.
Pero cuando se proyectan las medidas para que esa opinión pública se
exteriorice en forma concreta, por medio de la votación popular sobre puntos
determinados de la actividad legislativa, protesta contra el procedimiento, en
una forma que revela su temor a las decisiones categóricas del cuerpo
electoral. Es completamente contradictorio que, por una parte, se hable en
nombre del pueblo, se cita la concordancia entre la voluntad de éste y la
propaganda que en su representación se dice desarrollar, y, por otra parte,
llegado el caso de comprobar esas afirmaciones, se renuncie a la ocasión
propicia. El pueblo, para la oposición, es, según parece, una palabra hermosa
para agitarla como bandera; pero se convierte en un peligro cuando se trata de
conocer la dirección efectiva de su voluntad. La oposición se va a encontrar en
más de un aprieto para conciliar sus palabras con sus hechos. En efecto ¿confía
o no confía en interpretar las aspiraciones del pueblo? Si lo primero ¿por qué
se niega -oponiéndose a la consagración constitucional de la institución del
referéndum- a que éste apruebe su conducta, cuando se le convoca a que haga una
manifestación en ese sentido? Y si lo segundo ¿por qué invoca todos los días
una representación que le pertenecería?
El
referéndum supone la intervención directa del pueblo en la orientación
fundamental de la vida política del estado. En una democracia sincera no puede
desconocerse el derecho del conjunto de ciudadanos a rectificar lo hecho por
los que, en su representación, gobiernan al país. Sólo las tiranías se alejan
del pueblo, y sólo un pueblo tiranizado renunciaría a la facultad de declarar
su voluntad por los procedimientos políticos permitidos. En las monarquías
absolutas, el pueblo obedece; en los países de régimen republicano
representativo, con exclusión de la consulta al cuerpo electoral, el pueblo
confía en quienes lo representan, pero sin la posibilidad de hacer sentir
eficazmente su sanción aprobatoria o desfavorable para los gestores; en un país
donde la libertad democrática esté ampliamente asegurada, el pueblo dispone.
El
gobierno directo del pueblo es el régimen que inicia, racionalmente, la vida
política de las comunidades pequeñas que han conquistado su libertad... Hoy,
dadas las circunstancias de la vida social colectiva, de la extensión y la
población de los países modernos, no es posible tal solución. Pero se encuentra
en el referéndum un correctivo a los posibles errores del régimen
representativo, y puede esa institución ir marcando las normas generales de la
acción política a la cual deben ajustar su acción los poderes del estado”.[7]
La utilización del referéndum es la
capacidad que tiene el pueblo para decidir por sí mismo su destino. Por intermedio
de este mecanismo, cuando la mayoría está en contra, el pueblo puede indicar el
sentido de qué legislación aspira tener.
El plebiscito se organiza de manera que
signifique un contralor eficaz sobre el ejercicio del mando gubernamental.
Los conflictos de poderes, así como las
decisiones que no conformaran a los ciudadanos, estaban sometidos a una
instancia suprema de revalidación o rectificación ante el pueblo.
Debemos de tener claro que en una
democracia que debe definirse esencialmente como el gobierno del pueblo por sí
mismo, los centros de autoridad constituyen órganos de decisión regidos por
normas jurídicas preestablecidas, representadas por leyes de índoles
constitucionales u ordinarias.
“Uno
de los rasgos salientes que caracterizan a la política desarrollada por la
oposición, es el temor por las manifestaciones de la voluntad popular. Todas
sus proclamas altisonantes sobre régimen representativo quedan reducidas a la
nada cuando se trata de concretar su situación respecto a los términos que
plantea la mayoría del país. Para los opositores, el pueblo no cuenta como
factor de democracia sino como estandarte para realizar los propósitos de un
pequeño contubernio dirigente, sin más ambiente que el que ellos mismos
intentan crear a fuerza de repetir que interpretan aspiraciones generales.
Así
se explica que los opositores vean en el referéndum un peligro, no para la
democracia, por cierto, sino para esas minorías que se saben desautorizadas en
su acción regresiva, contraria a las fórmulas de nuestro perfeccionamiento
institucional. Una votación de todo el electorado -rodeada de las garantías con
que hoy se realizan las elecciones- sería el fallo definitivo dado por el país
en la lucha de los partidos populares. Si la oposición cree sinceramente que
existe en el pueblo una voluntad
confirmatoria de su propaganda, ¿por qué no se somete a ese fallo sobre el cual
nada tendría que objetar su adversario? Porque -dicen- el pueblo es un incapaz
que debe estar sometido a tutela; no vota inteligentemente, sino llevado por la
pasión o dominado por el prestigio de los hombres dirigentes de cada partido;
no delibera, y por tanto, su decisión es inconsulta; porque habiendo ya elegido
sus mandatarios que integran el Cuerpo Legislativo, a éstos debe estar confiada
la dirección de los asuntos del país; porque el pueblo no funda su voto, lo que
provoca la desorientación en materia legislativa. Y cuando se les prueba que
nada de eso es exacto, se les demuestra que los mandatarios han sido electos
para interpretar las aspiraciones del pueblo, y no para contrariarlas abiertamente;
se les prueba que la incapacidad del pueblo es un error, puesto que si es capaz
de elegir a sus representantes teniendo en cuenta sus tendencias políticas,
también lo será para decidir su voluntad frente a esas mismas tendencias; se
les dice que la influencia de los hombres dirigentes, en lugar de ser un
peligro, es un elemento complementario en las luchas democráticas, ya que las
ideas se propagan por los más preparados; que la decisión popular, realizada
sobre cuestiones que a todos interesan, va precedida de una deliberación por
los medios comunes de discusión -prensa, reuniones políticas, debates
parlamentarios, etc.- que no es cierto que un voto negativo del electorado
provoque la desorientación legislativa, puesto que nada determina tan exactamente
la voluntad general como el rechazo de un proyecto, cuando todo, en fin, ha
sido perfectamente destruido, los adversarios recurren a un argumento
desesperado, diciendo que, por muy bueno que sea el referéndum en sí, se torna
en un medio de anular la importancia de la asamblea porque el electorado
responderá, siempre, a la influencia ejercida por el Poder Ejecutivo.
¿Por
qué? -preguntamos. El Poder Ejecutivo tendrá una sanción confirmatoria del
pueblo, cuando incline su acción en el mismo sentido en que están dirigidas las
aspiraciones populares; y cuando no suceda así, cuando el electorado vea en las
resoluciones legislativas la interpretación de su deseo, su decisión será
favorable a la asamblea; por qué habría que suponer al pueblo desprovisto del
menor sentido común para esperar que resuelva los problemas en forma
contradictoria con su sentir mayoritario. Y, en cualquiera de los dos casos,
cada uno de los poderes podrá ver robustecida su autoridad y consolidado su
prestigio, sin que se vea por ningún lado qué peligros pueden surgir para nuestra estabilidad democrática en que
se produzca un hecho de tal naturaleza.
¿Se
argumentará aún con la posibilidad de una presión en el electorado? Pero ¿a qué
quedaría reducida esa presión sin cómo se está realizando en toda nuestra
legislación electoral, el referéndum se verifica con las formas legales que
aseguran la libre manifestación de la voluntad popular? Háganse todos los
juicios que se quieran, aún los más aventurados, sobre una determinada
situación política. Pero no se niegue -porque es negar la luz- que cuando las
acciones del pueblo van ceñidas en normas de conducta que las garantizan con
toda sorpresa, no hay poder capaz de desviar de su cauce la corriente popular”.[8]
Es justo recordar que el tema del sufragio
ya venía siendo preocupación de los jóvenes doctores del siglo XIX. En su Curso de Derecho Constitucional, Justino
Jiménez de Aréchaga establecía: “El
Régimen Representativo es el sistema definitivo de organización política de los
pueblos libres.
El
gobierno directo del pueblo por el pueblo, la democracia del Forum y del Ágora,
fuera de los insuperables obstáculos que a su realización oponen la
considerable población, el extenso territorio y el orden económico de los
Estados modernos, es un sistema político ilegítimo, porque, siendo por su
propia naturaleza ilimitado, es negativo de la libertad civil, objeto final de
la autoridad. Y eliminada la Democracia Directa, solo la Democracia
Representativa puede conciliarse con el principio de la Soberanía Nacional, que
es el dogma político de las humanas sociedades cuya cultura les ha permitido
alcanzar el elevado concepto del Derecho.
En el Régimen Representativo de Gobierno,
todos los Poderes, aunque emanan de la Nación, no son ejercidos directamente
por ella, sino por un conjunto de funcionarios que periódicamente los
ciudadanos eligen, confiándoles un mandato limitado y sometiéndolos a la más
estricta responsabilidad.
Síguese
de aquí que la base de este sistema de organización política, que la fuente de
todos los poderes es el Sufragio”.[9]
En estos momentos otro mecanismo se
implementará para ir perfeccionando la democracia, será el voto secreto, el
cual es esencial desde el punto de vista de la igualdad de todos los
individuos.
“Hemos
afirmado que el voto secreto es una conquista democrática que debe conservarse
en nuestro régimen eleccionario, agregando que constituye un arma de nivelación
social y de libertad política, necesaria para un pueblo que ha avanzado tanto
como el nuestro en el perfeccionamiento de sus instituciones legales. Y nos
confirmamos en esa opinión, convencidos de que al favorecer la libre emisión
del sufragio, el voto secreto nunca puede ser perjudicial para los grandes
partidos, cuyo dinamismo reside en los ideales de engrandecimiento y de
justicia que forman sus prestigios y programas. Pueden temer los efectos de su
sanción, todas esas agrupaciones vergonzantes que, solas o en desmoralizadora
aparcería, no pugnar por finalidades nobles ni por realizaciones principistas,
ni pueden justificar con un pretexto aceptable la insana ambición que las mueve
por cualquier objeto y en cualquier sentido.
Pero
los partidos que luchan por el triunfo de una plataforma democrática y que
actúan en un medio donde se respetan todas las opiniones y donde se concede el
máximum de garantías para que ellas sean emitidas, no pueden temer las
consecuencias del voto secreto, llamado a tutelar a cada ciudadano en el
ejercicio de sus derechos, permitiéndole que intervenga en los asuntos
públicos, por el mandato de su exclusiva voluntad, sin estar sometido a la
influencia coercitiva de superiores o patrones, cuando no de circunstancias
especiales que podrían separar de las urnas al elector, amparándolo en el
recurso de la abstención, o aproximarlo a ellas para falsear sus verdaderos
sentimientos”.[10]
El voto se trasformó en un pilar
insustituible. “El voto es el cimiento de
la organización política, donde los gobiernos no son creados por la fuerza o no
fundan su autoridad en un supuesto divino mandato.
Entre
nosotros, el voto es el cimiento de todo el edificio político... No puede haber
autoridad legítima, si el voto no es debidamente consultado y respetado. El
voto genuino, verdadero, es el fundamento del derecho y de la paz pública. Sin
él, no puede haber ni una ni otra cosa”.[11]
Antes de terminar el análisis de esta
corriente, es importante recordar el momento en el cual entra a manejarse el
pensamiento liberal pero desde el punto de vista económico.
La Cátedra
de Economía Política fue inaugurada en 1861, por Carlos de Castro, el cual residió dieciséis años en Europa e
impulsará los principios de la división del trabajo, la libre concurrencia, el
Estado guardián, el individuo omnipotente, las libertades individuales.
Castro será un fuerte defensor del
liberalismo burgués, teniendo al frente al socialismo: “Contra los peligros con que amenaza el socialismo y su propaganda hay
entre nosotros tres hechos que nos garanten que el nuestro no es por ahora
terreno para semejante planta. El primer hecho que yo diviso preservador, lo
hallo en la gran división de la propiedad, que vuelve al hombre prudente en
conservarla y previsor en mejorarla; porque ve en ella la base segura de su
existencia propia, y la de aquellos que deben sucederla. El segundo hecho
saludable es que entre nosotros no hay esas bandas, diría así, de proletarios y
obreros, que son la solemne amenaza de las sociedades europeas, las que están
en verdad demasiado expuestas a innumerables sufrimientos. El tercer hecho es
que una nación favorecida con todos los bienes de la naturaleza, eminentemente
comercial, pastoril y agrícola ofrece pan y trabajo a todos. Por lo mismo que
nosotros no tenemos grandes centros de población en que se forma esa multitud
de proletarios, por lo mismo pues que la propiedad muy dividida mantiene la
población dispersa sobre un gran territorio e impide e impedirá por largo
tiempo aún que se formen esos grandes centros; por lo mismo pues que una nación
rica, inmensamente rica, en germen como es la nuestra ofrece trabajo y pan a
todos; es indudable que ciertas teorías son mercancías extranjeras y no temible
para nosotros”.[12]
Políticamente mantuvo un criterio de
rechazo a cualquier tipo de dictadura, a todo tipo de monopolio en economía.
En su visión el Estado era simplemente un guardián de los derechos de los
individuos, no existiendo los fines secundarios.
[1] Doctrinas liberales y actos liberalescos.
La Razón. Abril, 8 de 1885.
[2] Signos de los tiempos. La Razón. Mayo, 13 de 1885.
[3] La gran procesión del 20 de Setiembre. El Día. Junio, 10 de 1891.
[4] 20 de setiembre. El Día. Setiembre, 19 de 1891.
[5] Ideas liberales. El Día. Abril, 23 de 1892.
[6] El gobierno de Batlle. El Día. Marzo, 9 de 1907.
[7] El referéndum. El Día. Abril, 13 de 1916.
[8] El temor del pueblo. El Día. Abril 30 de 1916.
[9] Jiménez de Aréchaga, Justino- Curso de Derecho Constitucional: El
Sufragio. En Revista del Plata. Año I, Nº 1. 1882.
[10] El voto secreto. El Día. Enero, 10 de 1917.
[11] Las garantías del voto. (De "El
Ideal"). El Día. Julio, 1º, de
1929.
[12] Castro, Carlos de- Curso de Economía Política. Montevideo. 1864. pág. 257.
No hay comentarios:
Publicar un comentario