viernes, 26 de junio de 2015

¿QUE ES UNA IDEOLOGIA?


CAPITULO 2
¿QUE ES UNA IDEOLOGIA?


A - CONCEPTO DE IDEOLOGIA
Como una definición primaria de ideología podemos utilizar la dada por Jean Jacques Chevalier, quien la entiende como un sistema coherente u organizado de ideas de representación intelectual, susceptible de determinar en una cierta dirección el comportamiento humano.

Es algo más que una doctrina que vincula determinadas acciones y prácticas mundanas, es en realidad, un término que se aplica a ideas generales y potenciales en situacio­nes específicas de conducta, que va por lo general unido a un grupo más amplio de significados, y que propende a darle a la conducta social una fisonomía más honorable y digna.

Si analizamos el concepto de ideología política podemos afirmar que ésta  constituye una aplicación de determinadas prescripciones morales a las colectividades, y por consi­guiente cualquier ideología puede llegar a ser política. El hegelianismo se convirtió en la justificación ideológica del estado prusiano, y así el marxismo-leninismo es la ideología de las sociedades comunistas.

En base a estos razonamientos podemos definir al ideó­logo como aquel que impulsa hacia adelante lo intelectual y lo moral, en virtud de su mayor conocimiento.

En el mundo occidental, la ideología ha experimentado un notable cambio desde aquellas afirmaciones más dogmáti­cas que en el siglo XVIII y XIX anunciaban soluciones totales a los problemas mundiales. En la actualidad nues­tras ideologías se diferencian de aquéllas; han cambiado su lenguaje y el elemento utópico ha desaparecido, y se puede  decir que aún hoy nuestra sociedad abriga una vieja creen­cia en el progreso democrático, sustentada mediante la aplicación de la ciencia sobre los asuntos humanos.

Dos funciones cumplen las ideologías: una es directa­mente social, que persigue la unión de la comunidad, y otra es individual y se basa en la organización de las persona­lidades y sus roles en constante proceso de maduración. Ambas se combinan para legitimar su autoridad e imponerle a la ideología su significado político.

Las ideologías aparecen por lo general como concepción esquemática, siendo impulsadas tanto por una persona como por un grupo de personas y muchas veces son condicionadas por la situación económica, social y cultural de los grupos que la sostienen.



De acuerdo al enfoque que pretendamos realizar las ideologías pueden ser de cambio o de dominio y a su vez conservadoras o revolucionarias, pudiendo considerarlas como concepciones esquemáticas de la realidad, cuya cohe­rencia es variable, aunque pretendan expresar, interpretar o justificar las actitudes del hombre en relación al mundo social al cual pertenece.

Toda ideología posee una perspectiva de mundo que la puede llevar a tener una relación con determinada situación social, que la transforme en una utopía si no pesan en sus juicios y en su acción ciertos equilibrios no dogmáticos.   

¿Pero, cuándo surge este concepto de ideología? Su aparición se da por primera vez cuando se rompe la unidad religiosa y germina la fe en el progreso: es obra de la Ilustración y de la Revolución Industrial.

La utilización del término por primera vez se dio a fines de siglo  XVIII, acuñado por Destutt de Tracy (1754-1836).

Ideología significa creencia, conjunto de creencias o mitos que influyen en el comportamiento político y lo justifican. Para los marxistas, la ideología es una super­estructura intelectual, un campo secundario de ideas cons­truidas sobre el cimiento primario; la subestructura mate­rial de la sociedad.

Es a partir de la Revolución Norteamericana y de la Revolución Francesa que las ideologías políticas se han basado en el convencimiento revolucionario.

Dicho carácter se revela además por su consciente evocación del pueblo como beneficiario del progreso y de la victoria ideológica.

En los períodos de auge, las sociedades crean sus mitos, las figuras públicas e históricas; crean los proto­tipos, los modelos, los ejemplos a copiar, o a vencer. Pero la historia enseña que esa construcción se transformó en obsoleta debido a la repetición de la misma, en un estereo­tipo, en copia rutinaria, en algo vacío.

Nosotros,  utilizaremos el término en el sentido de  "conjunto de ideas" que implican  imaginarios y un grandio­so esquema de cambio social que les permitan a las nuevas generaciones realizar una correcta comparación y valoración de las ideologías manejadas en el pasado y realizar su aggiornamento a los tiempos que se viven.       
                                                                 
B - EL BATLLISMO ¿ES UNA IDEOLOGIA?
En su ejemplar del 28 de setiembre de 1910, El Día publicó el Programa de Gobierno de Batlle para su segunda presidencia, que había sido enviado como carta por Batlle y Ordóñez desde París donde residía junto a su familia, a la Convención del Partido que era la máxima institución donde estaba representado todo el pueblo partidario.

"París, 10 de agosto de 1910. - Señor Presidente de la Convención del Partido Colorado, doctor Antonio Mª Rodrí­guez.



Señor Presidente: He recibido la nota en que me comuni­ca Ud. que la Convención Nacional del Partido Colorado, recientemente celebrada, me ha discernido el alto honor de aclamarme como su candidato a la Presidencia de la Repúbli­ca en el próximo período constitucional de gobierno. Quiera Ud. llevar a todos los correligionarios que han concurrido a ese acto, así como a aquellos que lo han preparado, la expresión de mi profunda gratitud y del anhelo con que me esforzaré en realizar sus patrióticas aspiraciones si el voto de la Asamblea Nacional me confía el cargo para cuyo desempeño soy indicado.

Conceptúo que, habiendo ya ejercido la presidencia de la República durante un período de gobierno reciente, mi conducta de mandatario en aquel período ha sido tácitamente aprobada por la Convención Nacional Colorada al proclamar de nuevo mi candidatura y prometo que mantendré mi activi­dad, si otra vez soy elegido, dentro de los lineamientos capitales que la determinaron antes, pues las ideas y aspiraciones en que ella se inspiró, constituyen el progra­ma general de gobierno que ahora presento.

Quiero, no obstante, hacer algunas ratificaciones y ampliaciones.

Refuto errónea la teoría de la política de coparticipa­ción, según la cual los ministerios deben constituirse, en parte, con hombres de opiniones y tendencias contrarias a las del Poder Ejecutivo, pues no es posible que haya tarea que aliente, ni fecunde, allí donde obedezcan a planes distintos y contradictorios los obreros encargados de realizarla. La tendencia del esfuerzo debe ser única y no debilitada por otras tendencias opuestas o divergentes. El Poder Ejecutivo perdería la cualidad que debe ser su carac­terística, o sea la rapidez y la eficacia en la ejecución, para convertirse en un cuerpo principalmente deliberante, con lo que se falsearía el espíritu de nuestro código fundamental que ha cometido las deliberaciones, principal­mente, al Poder Legislativo.

Hay sin embargo, fuera de la dirección superior, nume­rosas esferas de trabajo extrañas a las desinteligencias y oposiciones de la vida política, en que el concurso de todos puede ser requerido y otorgado con ventajas conside­rables, pues siendo nuestra forma de gobierno republicano por todos aceptada, todos pueden sin desdoro aportar su concurso a la obra de un gobierno legítimamente constitui­do, en aquella parte que aprueben y quieran ver realizada.

La teoría de la política de coparticipación es un engendro de los gobiernos arbitrarios y despóticos que han afligido al país en los últimos tiempos y que, faltos de autoridad moral, combatidos y perseguidos por la censura pública, necesitados de tolerancia y disimulo para sus faltas y crímenes ofrecían algunos puestos superiores a ciudadanos bien intencionados, o que gozaban de algún prestigio en la opinión, como una garantía de sus propósi­tos de enmienda o de que, al menos se aminorarían los males públicos. No creo necesario recordar que la peor de nues­tras tiranías ha sido el mejor gobierno de coparticipación.


En el afán con que cierto número de ciudadanos y de órganos de publicidad solicitan, aún ahora, cuando el país goza de todas sus libertades, la adopción de esa política, no veo, sin embargo, una simple obcecación en el error, sino el reclamo insistente de una medicina equivocada para una enfermedad real, de que se experimenta la sensación, que debe ser atendida y cuya curación no puede ser el resultado de la conducta de un gobernante ni de varios, sino de una reforma de nuestras leyes fundamentales.

El mal está en la influencia excesiva que en el lapso de tiempo de todo gobierno y sin ultrapasar la ley, ejerce el Poder Ejecutivo. Tal influencia no tiene límites defini­dos y se impone sin violencias ni arbitrariedades, sin intervención de un propósito preciso en el gobernante, a todo el movimiento del Estado. La propaganda desfallece ante la estrecha comunión de miras del Poder Ejecutivo y del Legislativo: la influencia de las minorías, aún en su tarea crítica, queda reducida a proporciones exiguas y depende de aquel poder casi exclusivamente y de la bondad o perversión de sus intenciones la marcha recta o torcida de los acontecimientos. Parece, en tal situación, que todo debe esperarse de él y a él recurren y a su favor, renun­ciando a los medios de acción democrática, los ciudadanos y los partidos.

El remedio no consiste en llevar a los ministerios uno o más  prohombres de las minorías, que harían imposible el gobierno con sus oposiciones, o que, ajustando su conducta, precisamente, a la del poder, cuya influencia se quería debilitar, contribuiría al contrario, a robustecer esa influencia, con mengua de sus prestigios personales y quebrantamiento de sus partidos. El remedio consistiría en fortificar el Poder Legislativo, abriéndolo a todas las ideas que tengan algún prestigio en el país, por medio de la representación proporcional, para lo cual sería necesa­rio aumentar considerablemente el número de sus miembros y perfeccionar el funcionamiento de los poderes públicos, determinando mejor sus relaciones y acentuando el control que el Poder Legislativo debe ejercer respecto del Ejecuti­vo, obra ésta última que correspondería a la Asamblea que reforma la Constitución. Un jefe de grupo parlamentario tendría entonces, aunque estuviese alistado en la minoría, una importancia mucho mayor, sostenido por su partido y dependiendo sólo de él, que la que podría darle el ser elevado a un ministerio por resolución de un gobernante designado por el partido contrario, ante cuya voluntad debería doblegarse para permanecer en su puesto. Los deba­tes parlamentarios tendrían entonces una gran resonancia; todos los problemas serían dilucidados con mayor amplitud por la intervención de un mayor número de opiniones ilus­tradas; se haría sentir mejor la acción de los partidos por intermedio de sus más genuinos representantes en general. La entidad ejecutiva que ahora lo llena casi por completo, con el cortejo de todas las esperanzas y recelos, simpatías y enemistades, alegrías y dolores de nuestra naciente demo­cracia, aparecería reducida a proporciones regulares, armonizada con los otros poderes, importante sí, pero no absorbente ni exclusiva.

Las leyes electorales dictadas en el período de gobier­no que termina han tendido a hacer cada vez más efectivo el sufragio y a aproximarnos cada vez más a la representación proporcional, pero no han podido llegar hasta la implanta­ción misma del sistema, porque era necesario comprometer antes a la elección directa o a un colegio especial, la designación del Presidente de la República, reforma ésta que habría importado la de nuestro Código fundamental y que no ha sido posible por tanto efectuar hasta ahora. El sistema de la representación de las minorías, vigente en la actualidad, se inspiró también en el propósito de solucio­nar el problema que nos preocupa y si no ha producido los resultados que se esperaba, fue, primero, porque la reforma no fue completa y, después, porque no se le acompañó de otras medidas tendientes a vigorizar al Poder Legislativo. La representación proporcional es, pues, una meta a la que nos venimos aproximando, ha tiempo, con derrotero siempre fijo y su establecimiento no será la obra de un solo hom­bre, ni de un grupo de hombres, sino el resultado de una aspiración nacional.

Yo pondré a su servicio, toda la fuerza de mi convic­ción, que estará, además, siempre al servicio de las ini­ciativas que tiendan a perfeccionar nuestras instituciones republicanas y a identificarlas con lo que deben ser: una regla de justicia y de fraternidad entre todos los miembros de nuestro organismo político.

Al lado de las reivindicaciones de los partidos tendré que considerar, también, las de las clases obreras, no menos justas y respetables. Reclaman ellas el derecho a la vida, a la salud, a la libertad, con frecuencia lesionados y destruidos por el régimen de la producción y que tienen que constituir los derechos elementales en una sociedad civilizada. No piden sino un poco más de reposo en sus arduas tareas y alguna participación más en el goce de la riqueza que elaboran, ni emplean otra arma de combate que la de abstenerse de trabajar, a costa de su propia miseria, cuando han perdido toda esperanza de mejora, no siendo las grandes perturbaciones que a veces esa abstención origina sino la prueba palpable de la importancia de sus tareas.

Reproduzco aquí los conceptos del mensaje con que acom­pañé, ejerciendo la Presidencia de la República, el proyec­to de ley sobre días y horas de trabajo. Insistiré en que se sancione ese proyecto y propondré otros sobre higiene de los talleres, protección a los niños, asistencia de los inválidos, retiro de los ancianos. No creo que el bien del obrero y el interés de las industrias y del capital sean antagónicos. Creo, al contrario, en una armonía superior. Y estoy seguro de que, propendiendo, por un lado, a mejorar las condiciones de la existencia de aquél y, por otro, al desarrollo de éstos, trabajaré por el bien de todos.

La vida del obrero no presenta entre nosotros los caracteres que en otros países, donde el proletariado es con frecuencia impotente para conquistar el sustento coti­diano y donde la miseria se cierne sin remedio sobre legio­nes de trabajadores desocupados. Nuestro suelo es más hospitalario; ninguna fuente de riqueza está agotada; quedan muchas sin tocar. El obrero inteligente y metódico llega a menudo a la  fortuna. Dentro de nuestras fronteras podría instalarse holgadamente una población veinte veces más numerosa que la que sustenta ahora.

Pero no por eso puede afirmarse que el problema no existe. Menos apremiante, está sin embargo planteado. Las horas de trabajo de muchos de nuestros obreros son excesi­vas. No es posible que la salud se conserve, ni la vida a la alta presión de sus tareas. La miseria tiene, también, su asiento en hogares donde escasea el pan y el abrigo. Numerosos niños se crían privados de lo más indispensable para su salud y su desarrollo. El proletario provecto y cuando ya no puede trabajar más, se encuentra muchas veces en el desamparo.

¿Hay que esperar a que estos males crezcan para ocupar­se de ellos? ¿O al contrario, debemos preocuparnos de solucionar todos los problemas de la vida nacional, sin exceptuar los que se refieren a las clases más numerosas? ... Plantear la cuestión es resolverla. Y efec­tuaremos la obra, por lo mismo que el mal será atacado antes de que se desarrolle, sin el apuro angustioso de otras naciones populosas y sin el gasto de fuerzas que exige, a veces, en ellas. País de inmigración el nuestro, cuyo rápido progreso depende, en gran parte, del concurso de elementos de trabajo que nos llegan del exterior, el esfuerzo que se haga para mejorar las condiciones de la vida de éstos, no dejará de ser compensado en un aumento de la población y del bienestar que es su consecuencia. Incu­rriríamos, por otra parte, en una manifiesta incongruencia si nos resistiéramos a hacer al proletariado las concesio­nes que ya se les otorga en las naciones mejor organizadas y lo invitáramos al mismo tiempo a establecerse en nuestro país.

La instrucción pública será una de mis preocupaciones capitales. Un pueblo no puede ser libre y feliz si no es instruido y la grandeza que suele buscarse aún en la con­quista, no debe consistir para una nación verdaderamente civilizada sino en su adelanto en las ciencias, en las artes, en la industria, en el comercio y en el bienestar y la cultura moral que son su consecuencia. No podremos sobresalir por la extensión de nuestro territorio, ni nos distinguiremos, ni querremos distinguirnos, por la prepo­tencia de la fuerza; pero podremos y querremos enaltecernos por la intensidad y brillo de nuestra cultura en todas las ramas de la actividad humana y por el puesto que ocupemos en el concepto de las otras naciones.

Propenderé, pues, con ardor, a la difusión de la escue­la primaria y el perfeccionamiento de sus programas, a la creación de liceos de enseñanza más elevada en todas las capitales departamentales y a la de institutos de enseñanza superior en la capital de la República, en los que, agrega­dos a los ya existentes, puedan dedicarse a todas las carreras, especulativas o prácticas, con arreglo a sus vocaciones, la juventud nacional y especialmente  sostenida por el Estado, aquella parte selecta de ella, que en los institutos inferiores, haya rendido pruebas excepcionales de una gran capacidad y dedicación.

La escultura, la pintura y la música, descuidadas hasta ahora, debe ser el objeto de una atención preferente. La claridad de nuestro cielo, el temperamento de nuestro pueblo, su origen principalmente español e italiano, nos aseguran de que esas artes encontrarán entre nosotros un medio apropiado a su existencia y rápido desarrollo. Pienso que no puede diferirse por más tiempo la creación de escue­las de pintura, escultura y música en Montevideo y que las capitales departamentales tienen también derecho a la atención del Estado a este respecto.


El arte teatral tampoco tiene manifestaciones entre nosotros. Depende casi por completo de la producción  extranjera, en cuanto a las obras que se ponen en escena y de los artistas extranjeros que periódicamente nos visitan, en cuanto a la representación de esas mismas obras.

La acción pública debe hacerse sentir también en este orden de actividad y es necesario crear escuelas de decla­mación y de canto y destinar sumas de alguna consideración al sostenimiento de uno o varios teatros de artistas nacio­nales, cuyos resultados serán escasos en sus comienzos, pero que florecerán al fin y harán que el país tenga compa­ñías propias de teatro como las tienen todas las naciones definitivamente constituidas.

La protección del Estado permitirá desde el principio, poner las representaciones al alcance de todas las clases y aún, con frecuencia, darlas gratuitamente, como lo hacen algunas municipalidades europeas, considerando, con razón, que ellas constituyen un eficaz medio de cultura de los más humildes elementos sociales.

El vigor físico es un poderoso auxiliar del vigor intelectual y moral. Es, además, un exponente de la salud de una raza y de su  capacidad para el trabajo. Siempre fueron activos y emprendedores los pueblos vigorosos. Y, los más avanzados, practicaron y honraron los juegos atlé­ticos que dan a los organismos la plenitud de su agilidad y de su fuerza.

Los gobiernos, la prensa, la multitud de sociedades creadas con ese fin y la simpatía popular, los estimulan con empeño en las naciones actualmente más avanzadas. Y, si es cierto que la previsión de posibles conflictos bélicos ha fomentado su desarrollo, es, sin embargo, en el goce de los bienes de la paz y en su conquista, donde las razas fuertes y sanas demuestran su aptitud para la vida.

Nuestro pueblo ha tenido, también, sus juegos atléticos que robustecían sus músculos. Consistían ellos en las rudas labores de sus tareas campestres. Los progresos de la industria van suprimiendo ahora esos ejercicios y nada se haría que pudiera sustituirlos si la iniciativa individual no hubiese creado numerosas instituciones que tiene por fin el desarrollo de las energías del organismo y cuyos benéfi­cos resultados ya se palpan.

El Estado debe agregarles su concurso a fin de que su influencia se difunda a todo el país y los ejercicios físicos se conviertan en una costumbre nacional.

Pero la base de la cultura de un pueblo es el trabajo y la riqueza que de él resulta.


La ganadería y la agricultura, fuente principal de nuestra producción, dispondrán de toda mi solicitud. A más de la instrucción técnica, que debe ser tanto más difundi­da, cuanto que el trabajo es más fecundo cuanto más ilus­trado, habrá que implantar granjas modelos en diferentes parajes del país, a fin de que nuestros ganaderos y agri­cultores puedan estudiar en ellas prácticamente los perfec­cionamientos de que son susceptibles sus industrias y se sientan estimulados por la evidencia de los resultados obtenidos. Podría además, habilitar el Estado en condicio­nes de fácil pago y de seguro reembolso, a los jóvenes agrónomos y veterinarios, formados en el país, que hubiesen obtenido notas especiales de su competencia, en la rendi­ción de las pruebas requeridas para recibir sus títulos.

Las manufacturas y, especialmente, las que tienen sus materias primas en el país, deben de ser objeto de la más viva atención. La  protección aduanera, en primer término, y en segundo, todos los esfuerzos que pueda hacer el Estado para difundir el conocimiento de las artes útiles, serán los medios más eficaces de determinar su desarrollo.

Pienso también, que es necesario preocuparse de la formación inmediata de una marina mercante nacional. Una acción pública decidida en ese sentido nos permitiría lanzar al mar muchas naves y los fletes que ahora se pagan a empresas completamente extrañas a nosotros, nos propor­cionarían los recursos necesarios para su sostén. Habríamos encontrado así, una fuente de riqueza en ese océano, que al bañar nuestras playas y costas, parece insistentemente invitarnos a que dilatemos nuestras miradas y nuestra acción.

Y no solamente en las esferas de la industria y del comercio se deben hacer esfuerzos para que el país se baste a sí mismo. El régimen de las grandes obras públicas que se efectúen en lo sucesivo debe ser modificado en cuanto sea posible. Han pasado ya los tiempos en que, ora por nuestras convulsiones internas, ora por la carencia de capitales y de elementos técnicos, teníamos que entregar a compañías exóticas su construcción, su administración y sus utilida­des. Actualmente los gobiernos son capaces de la gestión de los intereses públicos, el orden está definitivamente radicado, disponemos de un numeroso personal científico y el crédito de que goza la República le permitirá obtener los capitales que necesite. Por conveniencia pública, pues, para que su costo sea menos oneroso y nos pertenezcan sus utilidades y por amor propio nacional, para no denotar una constante incapacidad, debemos, salvo casos excepcionales, esforzarnos en ejecutar nuestras obras públicas bajo nues­tra inmediata dirección y por nuestra cuenta.

Ha preocupado mucho al país en los últimos tiempos sus relaciones con uno de los países limítrofes. Felizmente los vínculos de amistad y de solidaridad que a ellos lo ligan, son demasiado estrechos para que puedan ser destruidos por la voluntad mal inspirada de un hombre o de unos pocos hombres.

Yo propenderé a que tales vínculos se sostengan y fortifiquen en cuanto de nosotros dependa; y confío en que, cada vez más, serán una verdad práctica en las relaciones que con esos pueblos sostenemos, los principios de justicia que deben regirlas, consagrados con altísimo espíritu de rectitud y generosidad, por uno de ellos, en nuestro  reciente tratado de límites y que han prevalecido siempre, también, en la conducta del otro.

Me interesaré, además, en sostener y estrechar nuestras buenas relaciones con las otras repúblicas americanas y con todas las naciones civilizadas, propendiendo, respecto a las primeras, a que se celebren congresos en que se estudie la manera de fomentar los intereses que nos son comunes y, respecto a todas, a la conclusión de amplios tratados de arbitraje.


Quiera, señor presidente, contar con mi más alta consi­deración y estar cierto de que mi afán de servir al país y mi pasión por la justicia y por el bien son mucho más vivos que lo que he podido expresar en estas líneas.

JOSE BATLLE Y ORDOÑEZ[1]

Podemos  ver a través de la  carta de Batlle cómo fue presentando un conjunto de ideas, "llamémosle ideología", que delineaban cual sería su comportamiento en una nueva presidencia de la República.
La aplicación de esta "carta-programa"  sería para él un factor clave en el  mantenimiento de la cohesión de la sociedad uruguaya o de un grupo o clase social intentando con ella evitar cualquier eventual disgregación.

Constituía concomitantemente a su entender una ayuda para la vida de las personas o de los grupos, dándole las motivaciones para vivir y las pautas de comportamiento social y político que entendía eran vitales para una convivencia democrática.

C - LA IDEOLOGIA BATLLISTA
Se podrá criticar la obra del batllismo, pero debemos de reconocer el mérito singular de Batlle de captar tempra­namente el surgimiento de nuevas fuerzas sociales e ideoló­gicas en el país, no oponiéndose a su desarrollo y tratando de colaborar en su crecimiento y difusión. Lo hace siempre en una forma firme, perseverante, infatigable y convencido de su actuar era el correcto.

Para lograrlo no  era necesario solamente la razón, sino que se necesita el influjo decisivo de una personali­dad que sirva de modelo para producir los ideales en la acción, creando así un proceso diferente.

La ideología batllista estuvo impulsada por la acción de un hombre excepcional, el cual le dio perfiles intrans­feriblemente nacionales e influyó decididamente en el modo de ser uruguayo, llevándola a adquirir validez universal en la medida que se integra a una forma general de resolver los problemas  políticos-sociales.

"Transformó un partido llevándolo a basar su acción en afirmaciones ideológicas de justicia social, de perfeccio­namiento institucional y de mejoramiento nacional, susten­tada la tendencia ideal sobre las corrientes sentimentales, que parecía construir los partidos políticos tradicionales en nuestro medio".[2]

Batlle se propuso a partir  de ella devolverle al pueblo la soberanía,  para ello va a purificar el sufragio y eliminar en lo posible la explotación en todo sentido del hombre por el hombre para llegar a la independencia econó­mica del país.


El batllismo es una ideología a dos puntas,  que inten­tará dar solución armónica a los dos grandes temas pendien­tes en la sociedad de la época: por un lado la estructura del poder y por otro la organización social.

Es por todo esto que a Batlle lo podemos definir como un pragmático, y a su ideología como ecléctica, dado que se sirvió de diferentes corrientes del pensamiento y de aque­llo que le servía "en determinado momento y lugar" para aplicarlo en el mejoramiento social.

Debemos de tener presente que cada período histórico del proceso social está dominado por una forma de ideolo­gía, y que las otras formas no desaparecen totalmente, sino que se subordinan y complementan a la principal.

Una ideología subsiste debido a que desarrolla una y otra vez sus postulados sin variar el contenido sustancial de los mismos, adaptándolos a los tiempos en que se vive.

Preguntémonos  ahora ¿qué relación puede haber entre las ideologías y los cambios históricos?
Podemos contestar esa interrogante analizando la actua­ción de Batlle en los primeros años de su gobierno. Si Batlle no hubiera existido, los problemas podrían haber tenido su solución entre blancos y colorados, hubieran gobernado los bienintencionados y el régimen habría sido democrático pero moderado. Por eso afirmamos que la virtud de Batlle estuvo en usar y adecuar el pensamiento a la realidad de su tiempo.

Por ejemplo, es la gran diferencia entre Herrera al decir "doy a los uruguayos lo que quieran" y Batlle cuando expresa "hay que hacer del Uruguay lo que necesitamos".

Para Grompone "...en Batlle existió el hombre político, el hombre de acción en todo momento, dominando siempre la construcción de las ideologías... es siempre el hombre del siglo XIX, liberal e individualista, el que intenta resol­ver los problemas sociales".[3]



[1] La respuesta del Sr. Batlle a la Convención Colora­da. Declaraciones del candidato. Su programa de mandatario. El Día. Setiembre, 28 de 1910.
[2] Grompone, Antonio- La ideología de Batlle. Montevi­deo. 1984. pág. 7.
[3] Grompone, Antonio- Batlle. Sus artículos. El con­cepto democrático. Montevideo. 1938. págs. 24-69.

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